No hay paz sin libertad

Editorial · Fernando de Haro
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16 octubre 2022
No se puede alcanzar la paz sin un mínimo de verdad, sin libertad. De otro modo no sería posible la reconciliación. Sin estos ingredientes no tendremos la tranquilidad del orden.

Improbable pero no imposible. Da escalofríos pensarlo. Valentín Savitsky está al mando de un submarino con armamento nuclear cerca de la isla de Cuba. Las cargas de profundidad de once barcos de la marina estadounidense caen cada vez más cerca de la nave soviética. La temperatura ha subido por encima de los 37 grados. El sistema de aire acondicionado está estropeado. Savitsky piensa que la guerra ha comenzado y manda preparar un torpedo con una carga nuclear similar a la que se utilizó en Hiroshima. Al final retrasa la decisión y eso es lo que salva al mundo de una guerra con consecuencias inimaginables. 

El líder soviético Nikita Jrushchov ha instalado en Cuba el misil balístico de alcance medio R-6. El armamento ha sido descubierto por un tipo de avión espía estadounidense desconocido. Por eso Kennedy ha decretado un cerco marítimo a la isla. Kennedy y Jrushchov, conscientes del peligro, conversan por el famoso “teléfono rojo”. La disuasión funciona. Jrushchov retira los misiles de Cuba y Kennedy los que tenía Estados Unidos instalados en Turquía. Hace 60 años de esta crisis. ¿Dónde está ahora el teléfono rojo? ¿Qué puede hacer la OTAN para que Putin, de un modo fiable, esté dispuesto a negociar un alto el fuego? Desde el pasado mes de febrero en ninguna ocasión el presidente ruso se ha mostrado disponible a hacer lo que hizo el presidente soviético. La guerra no terminará hasta que Putin no se convenza de que la ha perdido. 

Es improbable que Putin utilice armamento nuclear pero no imposible. Posible: la amenaza hay que tomarla en serio porque un país sin bombas nucleares le está ganando la guerra a un país con bombas nucleares. Improbable: el 20 de septiembre Putin volvió a marcar sus líneas rojas: intervención directa de la OTAN en el conflicto, ataques directos a territorio ruso; la OTAN ha respetado hasta ahora esas líneas rojas; el despliegue de las armas, si se produce, puede ser identificado, el lanzamiento no es inmediato; no está asegurado que la cadena de mando funcione; el malestar se ha ido incrementando desde que se decretó el alistamiento; tampoco está nada claro que las bombas se encuentre en buen estado; y, sobre todo, Putin no sabe cómo de contundente puede ser la respuesta de la OTAN. Por eso desde hace semanas está recrudeciendo la táctica que ya puso en marcha en Siria: la tortura indiscriminada de la población civil y la destrucción de las infraestructuras energéticas. No es casualidad que Serguéi Surovikin, el general acusado de destruir Alepo, esté al frente de las operaciones desde hace unos días. 

Es probable que estemos ya ante una guerra de 100.000 muertos. Sobre suelo ucraniano yacen los cuerpos de los soldados rusos que nunca creyeron en la invasión, los de los soldados del país, los de los civiles ejecutados y torturados sin el menor respeto a la dignidad humana. 

Urge la paz. Pero no se puede alcanzar sin dar a cada uno lo suyo, sin un mínimo de verdad, sin libertad. De otro modo no sería posible la reconciliación. Sin estos ingredientes no tendremos la tranquilidad del orden. En este momento las aspiraciones y la existencia de Ucrania como país están amenazadas por quien quiere imponer el derecho del más fuerte. No hay ese mínimo de confianza mutua que consentiría un diálogo para detener las armas. El mal hecho debe ser reconocido y, en lo posible, reparado. No necesariamente de forma inmediata. Pero sí en algún momento. Si no es así no se puede volver a comenzar de nuevo. 

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