No hay orden a base de rebajas

Editorial · Fernando de Haro
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22 noviembre 2021
Las emociones experimentadas durante la pandemia han variado el sentido del tiempo. Las personas que han sufrido ansiedad y nerviosismo han tenido la sensación de haber vivido, durante el último año y medio, un período largo de su existencia. A las que han estado tranquilas se les ha pasado rápido.

La diferencia entre el tiempo subjetivo y el tiempo objetivo es un clásico, pero ahora Philip Gable, profesor de la Universidad de Delaware, lo ha certificado una vez más en un estudio de campo sobre los efectos de los sentimientos durante el Covid. Nos inquieta esta variación en la percepción de la realidad. Pensamos que este fenómeno psicológico, inevitable, se ha exaltado y convertido en la forma sistemática que tiene nuestra cultura de relacionarse con las cosas, sin encontrar un anclaje objetivo para las emociones.

Sucede en otros campos. La aspiración de recuperar un cierto orden nos lleva, cada vez con más frecuencia, a reclamar una vida social y profesional basada en la meritocracia, una educación fundamentada en el esfuerzo y la asimilación de contenidos. Para detener el “declive de los valores” y la pérdida del mejor espíritu occidental también reclamamos poner freno a la subjetividad que ha acabado disolviendo las identidades y recelar de la experiencia. Los afectos, asociados ahora a lo excesivamente dulce o a lo excesivamente picante, se han convertido en objeto de nuestras sospechas.

Estos temores estarían confirmados por lo que ha sucedido en los últimos días en Austria. Muchos austriacos “sienten que las vacunas” no son seguras y ha sido necesario recurrir a medidas contundentes para evitar más desvaríos. Pero el fenómeno tiene algunos años. Hay quien llama a nuestra forma de convivencia “una democracia sentimental”. Marthaa Nussbaum ha sido una de las pensadoras que se ha dedicado a teorizar el peso que tienen los afectos en la vida política. Siempre ha sido así. Pero ahora parece que hemos llegado a un punto extremo porque la “realidad sentida” se ha convertido en una tiranía que sustituye a los hechos. Prueba de ello es el peso político que tiene la emotividad negativa -odio, miedo, envidia, resentimiento- o la emotividad buenista en las redes sociales. Todo es azúcar o pimienta. Todos los sentimientos se mezclan con nuevas formas de narcisismo. Y son los que generan fenómenos como el Brexit, la xenofobia, el populismo o los movimientos de cancelación los que radicalizan las reacciones identitarias.

Para rebajar el exceso de azúcar o de pimienta que han generado las emociones habría que dejar de lado las experiencias personales, recuperar una “razón fuerte”, con un grado suficiente de autonomía respecto al sentimiento como para percibir la realidad tal como es. Si queremos volver a poner cierto orden en el conocimiento es necesario recuperar los silogismos. Hay que curarse de los excesos que ha provocado la “inteligencia emocional”, término que se empezó a utilizar a mediados de los años 60 y que se popularizó a partir de los 90.

El filósofo Michael J.Sandel ha desmotando en su libro La tiranía del mérito las supuestas ventajas de una sociedad basada en el mérito. Esperemos que en el mundo de la enseñanza se abra paso un camino intermedio entre la educación comprensiva, la formación en habilidades y el retorno al fortalecimiento de la voluntad, la disciplina y el énfasis en la asimilación de contenidos. Una tercera vía que valore la capacidad del adulto de provocar personalmente al estudiante.

Algo semejante es necesario en el terreno de los afectos. No se vuelve al orden rebajando las emociones para evitar sus excesos. El rey Salomón pide a Dios un corazón inteligente y, como dice Finkielkratut, “después de un siglo (el XX) devastado por una inteligencia meramente funcional y de procesos, es decir de sentimentalidad somera, binaria, abstracta, soberanamente indiferente a la singularidad y a la precariedad de los destinos individuales, esa oración para ser dotado de perspicacia afectiva sigue teniendo todo su valor”.

La perspicacia afectiva de la que habla el escritor francés (interés, rechazo, pasión, tedio) es la que le permite a la razón identificar que algo merece la pena. No hay conocimiento sin que el sentimiento vibre. No se vuelve al orden a base de rebajas en lo humano.

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