Monumental homilía

Mundo · José Luis Restán
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17 septiembre 2009
Siempre sorprende, incluso cuando menos te lo esperas. Una homilía en el curso de la ordenación de cinco nuevos obispos, destinados a diversas nunciaturas esparcidas por el mundo, le ha servido a Benedicto XVI para trazar los rasgos del verdadero apóstol, con acentos que mueven a la emoción. ¿Es demasiado pensar que se trata de una breve pero preciosa guía para la renovación del episcopado en este momento crucial? Pienso que no.

Cierto que esta renovación vital para encaminar a la Iglesia, especialmente en los momentos de crisis histórica, no se actúa por el "ordeno y mando", ni según un proyecto de gabinete. Por el contrario, la homilía del Papa es de largo aliento, prosigue la huella de la intervención del cardenal Ratzinger en aquel dramático Vía Crucis de 2005, y su reciente carta a los obispos de todo el mundo tras las reacciones enconadas ante la remisión de las excomuniones a los prelados ordenados por Lefebvre. No pretende cambiar procesos de selección episcopal, sino tocar el corazón.    

El apóstol no nace de la decisión de los hombres, sino del gesto de Cristo que toma a uno para hacerlo suyo, "para dar a su vida forma y contenido". No importan sus proyectos geniales, sino que viva de Cristo. Sólo así no se contentará con llevar a los otros una cantinela cansina más o menos moralizante, o un mero discurso ortodoxo: les llevará "la alegre noticia, la verdadera libertad y la esperanza que hace vivir al hombre y lo sana". Y Benedicto XVI vuelve a insistir en un argumento muy repetido en los últimos meses: "el primer y esencial bien del que tienen necesidad los hombres es la cercanía de Dios mismo". Si no les llevamos ahí, ¿de qué sirven nuestros desvelos?

Después el Papa habla del sacerdocio como servicio. Lo sabíamos, es cierto, pero qué palabras, qué dulzura al mismo tiempo punzante: "servir es entregarse a sí mismos; ser no sólo para sí mismos, sino para los demás, de parte de Dios y cara a Dios: éste es el núcleo más profundo de la misión de Jesucristo, y a la vez, la verdadera esencia de su sacerdocio". Al apóstol "se le ha confiado un gran bien, que no le pertenece; la Iglesia no es nuestra Iglesia sino su Iglesia, la Iglesia de Dios… no vinculamos a los hombres a nosotros; no buscamos poder, prestigio, estima para nosotros mismos; conducimos a los hombres hacia Jesucristo y así hacia el Dios vivo". Y a continuación una constatación amarga pero no escandalizada: cuántos, también en la Iglesia, trabajan para sí mismos y no para el bien común. Así secan la semilla del Evangelio y generan el escepticismo y la lejanía de los hombres.  

La roca de Pedro debe recordar, más que nunca en este momento histórico, que "la fidelidad del siervo de Jesucristo consiste precisamente en que no intenta adecuar la fe a las modas del tiempo", porque sabe que "sólo Cristo tiene palabras de vida eterna, y estas palabras son el bien más precioso que se nos ha confiado". Una fidelidad semejante, advierte el Papa,  no tiene nada de estéril ni de estática, no tiene nada que ver con el miedo sino que es siempre creativa. No basta repetir un discurso sino plantar la vida de Cristo frente al corazón que sangra de nuestros contemporáneos, con palabras y gestos que les alcancen. Lo dice preciosamente el Papa: "Debemos colocarla (la fe) en este mundo, para que se convierta en fuerza viva; para hacer aumentar en él la presencia de Dios".         

Después de la fidelidad, la segunda característica del apóstol es la prudencia, que nada tiene que ver con la zorruna astucia o el cálculo mezquino. "La prudencia exige la razón humilde, disciplinada y vigilante, que no se deja llevar por prejuicios; no juzga según deseos y pasiones, sino que busca la verdad, incluso la verdad incómoda". De esta forma, el pastor será un hombre "perfectamente razonable", que juzga según la totalidad y no a partir de detalles casuales. Esa totalidad que sólo la identificación con Cristo en el corazón de la Iglesia permite vivir, y que es fuente de equilibrio, de mirada larga y de comprensión paciente.

La última característica que apunta el Papa es la bondad. El siervo de Cristo, el apóstol, se caracteriza también por la bondad, y no se trata de un adorno. Pero ¿quién podría asegurarse esta virtud, afligido por su propia debilidad y por los desafíos del mundo? La verdadera bondad sólo se aprende del crucificado, se adquiere en la relación familiar con Cristo, para derramarse después sobre los hombres incondicionalmente.

Y como un eco de todo esto, el Papa ha dicho a sus antiguos alumnos esta semana que si la alegría por haber encontrado el rostro de Dios aflora en nosotros, entonces podrá tocar también el corazón de los no creyentes. Pero sin esa alegría no seremos convincentes. Allí donde esa alegría (fidelidad-prudencia-bondad) está presente, posee una fuerza misionera incluso sin pretenderlo, porque suscita en los hombres el presentimiento de que puede conducirlos hasta Dios mismo. Verdaderamente, sin esto no somos convincentes.

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