Mi madre y nada más
Aún estábamos jugando en el jardín. El sol se estaba poniendo. Nosotros, aunque era tarde, empezamos a jugar entre los aspersores que regaban el césped y las flores. Papá nos llamó desde casa para que entrásemos a cenar. Estaba muy guapo con su pajarita. Esperando a mamá.
Solíamos cenar muy puntuales. Ser siete hermanos nos obligaba a ser bastante disciplinados. Ya estábamos todos sentados a la mesa, servidos por la abuela y la tía, cuando me levanté y salí corriendo. La abuela trató de alcanzarme con su brazo, pero casi pierde el equilibrio y se le cae la sopa, así que me dejó marchar. Subí las escaleras lo más rápido que pude. Ya olía a… Sí. Ya olía a ese perfume. Mis pies se encontraron con la moqueta color vino que envolvía todo el suelo del piso de arriba, en el que sólo estaba el cuarto de papá y mamá. Mamá. Es a ella a quien quería ver… Me asomé desde el descansillo. Sobre su cama deshecha estaba su ropa, más deschecha aún. Vi un calcetín tirado, luego otro, y fui siguiendo estas pistas que seguro me harían dar con ella. Y cada vez olía más a ese perfume. Me asomé al baño, lleno de espejos y empapelado con ese gusto tan exquisito de aquella mujer que me dio a luz. Ella no me vio. Estaba justo terminando de pintarse la boca: con la barra de color rojo que siempre usaba se estaba pintando el labio inferior. Lo hacía con tanta delicadeza que habría podido pasar una hora entera mirándola sin cansarme. Me divisó a través del espejo.
– ¡María! ¿Qué haces ahí? ¿Cómo es que no estás cenando con tus hermanos?
Me quedé sin habla. Era tan guapa, olía tan bien y, ahora, con esos labios, se parecía tanto a una princesa de cuento… Me quedé mirándola con ojos de búho. Fueron unos segundos. Y luego me di media vuelta y volví a bajar corriendo las escaleras, abandonando ese cálido hogar materno que me arropaba mis pies desnudos con un suelo de palacio. Me senté a la mesa, mi abuela me regañó, me castigó sin tomar croquetas y en su lugar me dio las acelgas que habían sobrado del mediodía. Pero yo estaba contenta, porque había tenido para mí un tesoro que ninguna croqueta podía comprar: mi madre. Sólo para mí. Y su perfume. Y su belleza. Y sus ojos.
Esa noche la eché terriblemente de menos. No conseguí conciliar el sueño hasta que volvió de cenar.