Mendigos del sentido de la vida

Mundo · José Luis Restán
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29 octubre 2012
El ciego Bartimeo, mendigo a la orilla del camino, desea recuperar la vista y grita a Jesús que pasa. Benedicto XVI ha tenido la audacia de compararlo a la situación de tantos hombres de nuestra época que han perdido la luz de la fe y como consecuencia no saben ya situarse en el mundo. Como diría André Malraux, "no existe ningún ideal por el cual podamos sacrificarnos, porque de todos conocemos la mentira, nosotros que no sabemos qué es la verdad". Es interesante este binomio entre la fe y la luz que el Papa desarrolla consciente de que nuestra cultura dominante sitúa precisamente la fe en "el lado oscuro", en la subjetividad que no admitiría contraste ni verificación racionalmente compartida.

El mundo occidental, antaño plasmado por la fe, se ha llenado de "Bartimeos", y alguna responsabilidad nos toca también a nosotros, los cristianos. Pero precisamente a partir de la experiencia de esta oscuridad, de este vacío, puede surgir la nostalgia de una mirada diferente. Como subrayaba la homilía de apertura del Año de la Fe, "en el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa". 

Para el Papa es importante que Bartimeo fuese también un mendigo. Y no usa la palabra en nuestro usual sentido peyorativo, sino en sentido bíblico: el mendigo lo espera todo de Otro, se reconoce necesitado hasta el extremo, clama con su corazón dolorido sin importarle la buena imagen o el posible ridículo. "Mendigos del sentido de la existencia", así ha calificado Benedicto XVI a tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo, aunque muchas veces sea de manera inconsciente. Y menos mal que lo son, porque eso demuestra que el corazón del hombre está vivo y abierto, que ni el consumo ni las ideologías han podido cerrar su herida. También nosotros, cristianos, somos mendigos de Aquel que sacia la sed del corazón, aunque ya lo hayamos encontrado. Y por eso podemos entender a los que buscan a tientas, incluso repartiendo mamporros.

Mientras se sustanciaba el Sínodo sucedía en la Universidad Complutense de Madrid un hecho significativo que no saltará a las grandes tribunas. Acababa de desarrollarse una brillante jornada de debate sobre el valor de la religión en el espacio público, un gesto de diálogo y de presencia plenamente adecuado para el ámbito universitario. Algunos alumnos impugnan agriamente la validez de este gesto haciendo explícita su antipatía hacia la presencia pública del cristianismo y se dirigen a una profesora cuya pertenencia eclesial conocen. La profesora no elude el debate, pero no se abalanza a la mera respuesta dialéctica, se deja tocar por la violencia verbal de sus alumnos en la que descubre algo más que la simple hostilidad contra la fe. Descubre una búsqueda. Y tras unos momentos toma la palabra y se dirige a sus alumnos a corazón abierto. Les habla de su encuentro con una humanidad distinta, de cómo ha cambiado la fe la relación con su marido, de la misteriosa caridad que mueve a algunos de sus amigos a llevar personalmente una caja de alimentos a familias que no llegan a fin de mes, les habla de un enfermo crónico que ha visto despertar su exigencia de sentido y de felicidad. Les muestra también cómo su ejercicio docente es mucho más que un rol, es un testimonio de una inteligencia más abierta. Y eso ellos lo conocen pero que muy bien. Media hora de "confesión" apasionada y razonable: el silencio es sepulcral, la conmoción ha sustituido a la protesta, los ojos se dilatan ante un espectáculo de humanidad que no ha buscado "protegerse de los golpes" sino que ha mostrado el agua que sacia una sed que muchos encubrían.              

El gran tema de la Nueva Evangelización, que como reconocía el Papa a los padres sinodales en su despedida, es un dinamismo siempre presente con diversas formas en la vida de la Iglesia, es una cuestión de amor y de dolor, no de sagaces estrategias. El dolor de Bartimeo que grita, el amor de Jesús que lo llama (¿qué quieres que haga por ti?). El dolor del Maestro que llora ante la vista de Jerusalén, el amor de la samaritana que tras descubrirle corre alocada a llamar a sus vecinos para que suban a ver al Galileo. La Iglesia tiene que aprender (siempre está aprendiendo) a hacerse presente en nuevos contextos que ella no elige ni controla. Y no aprende organizando un seminario o tabulando los datos de infinitas encuestas, sino amando y sufriendo dentro de las circunstancias que le tocan. Por eso usará "nuevos lenguajes, apropiados a las diferentes culturas del mundo, proponiendo la verdad de Cristo con una actitud de diálogo y de amistad que tiene como fundamento a Dios que es Amor".  Benedicto XVI prepara ya un documento que recoja los trabajos del Sínodo, "un documento que viene de la vida y que debería generar vida". Aunque pueda navegar con el viento de cara, la Iglesia siente sobre todo el viento del Espíritu, que la empuja más allá de la perplejidad y el temor.   

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