Editorial

Más allá de los barrotes de nuestros valores

Editorial · Fernando de Haro
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18 septiembre 2017
A las afueras de Milán todavía hay pegados algunos carteles de un acto político celebrado hace unas semanas con la frase: “Un nuevo inicio con nuestros valores”. Es el lema de la escisión del PD de Renzi, que ha dado lugar al MDP, un partido que, liderado por el histórico Bersani, reivindica las esencias de la izquierda. En realidad, en toda Europa, y en todo el mundo, la izquierda y la derecha hablan de la necesidad de volver a “nuestros valores”, a los que en otro tiempo nos definieron, a los que nos dieron una identidad segura antes de que la globalización pusiera patas arribas todo. ¿Ha sido la globalización realmente la que nos ha “robado” una identidad estable? ¿O ha sido esta creciente diversidad que inunda el mundo?

A las afueras de Milán todavía hay pegados algunos carteles de un acto político celebrado hace unas semanas con la frase: “Un nuevo inicio con nuestros valores”. Es el lema de la escisión del PD de Renzi, que ha dado lugar al MDP, un partido que, liderado por el histórico Bersani, reivindica las esencias de la izquierda. En realidad, en toda Europa, y en todo el mundo, la izquierda y la derecha hablan de la necesidad de volver a “nuestros valores”, a los que en otro tiempo nos definieron, a los que nos dieron una identidad segura antes de que la globalización pusiera patas arribas todo. ¿Ha sido la globalización realmente la que nos ha “robado” una identidad estable? ¿O ha sido esta creciente diversidad que inunda el mundo?

“Nuestros valores”, lo que nos han quitado o nos quieren quitar. ¿Cuáles son esos valores? Los de nuestra nación, los de nuestra religión, los de nuestro pueblo… Sí, bien. ¿Pero cuáles son los valores de nuestra nación, de nuestra religión o de nuestro pueblo? A la segunda pregunta, quizás a la tercera, las respuestas se hacen más dubitativas, más imprecisas. La mayoría de los mortales no sabríamos responder con precisión. Los intelectuales, los clérigos, los tertulianos son los que saben recitar los idearios. En un porcentaje altísimo esos idearios son nocionales, doctrinalmente perfectos, sin carne alguna de experiencia. Los intelectuales se ganan a menudo el sueldo explotando la sensación que muchos tienen de haber sufrido un robo de lo suyo.

En esta época, que la profesora de literatura de Harvard Svetlana Boym ha calificado como una época afectada por una “epidemia de nostalgia”, domina un sentimiento de pérdida y desplazamiento, un deseo de reconstruir un hogar perdido, que en realidad nunca ha existido. Es lo propio de un momento de desconcierto.

Como señaló Bauman en uno de sus últimos escritos antes de morir, el anhelo de volver a una patria moral que nunca existió está acompañado de un retorno a la tribu. Los síntomas están por todos lados. Prosperan los que ofrecen una versión simplificada de los hechos. A pesar de las llamadas al diálogo, nadie escucha a nadie porque se ha creado un filtro emocional. Y solo se oyen aquellos mensajes que tienen un significado emotivo para quien necesita más que nunca alguna forma de pertenencia. El debate solo tiene como propósito conjurar la ansiedad para mostrar al adversario lo ciego y lo sordo. El otro sirve, fundamentalmente, como señalaba el gran sociólogo, para “saciar nuestra propia sed de superioridad”. Si no existieran los extranjeros, los gentiles, los enemigos de la verdad, los grandes centros de poder que están cambiando el mundo habría que inventarlos.

La ciudad que dice estar construida sobre los pilares de la racionalidad, la eficiencia y la utilidad se fragmenta en bandos que, a través de una recompensa afectiva, prometen reducir la incomprensible y paralizante complejidad de un mundo que se percibe como amenaza.

Y así las naciones, desposeídas del viejo poder del Estado, se ven amenazadas por los nacionalismos. Las iglesias, tentadas de abandonar la desequilibrante vocación por el mundo gentil y de ofrecer la vieja pertenencia de la etnia o de la ley. Los creyentes, al menos algunos, seducidos por la utopía de retirarse a islas de fe, en un inmenso océano de laicismo, desde las que reconstruir la civilización.

La frase “nuestros valores” suele esconder una forma de identidad que tiene miedo de la diversidad. “Abrirse a los demás está bien, pero no se puede ceder en lo esencial, no se puede renunciar a lo nuestro, a lo que nos define”, se suele decir. El adjetivo “innegociable” puede esconder una forma de entender la verdad ahistórica, cosificada, más propia de los catálogos ideológicos que de las necesidades de la vida. La redefinición de la verdad como una relación quizá haya sido la mayor contribución ciudadana que nos haya llegado en los últimos años de Roma. Es una gran ayuda para superar la epidemia de nostalgia, el retorno de las tribus, el síndrome de la fortaleza asediada. Si todo depende de una relación no hay pasado en el que refugiarse y el presente viene de forma amigable a nuestro encuentro cargado de voces diversas, acentos distintos que enriquecen un destino ya conocido y siempre por descubrir. El otro, incluso cuando hace un daño que hay que evitar, puede no ser un ladrón que se ampara en la noche sino un compañero de viaje.

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