Lesbos, miedo y razón

Mundo · Adriano Dell`Asta
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14 abril 2016
Este fin de semana, Lesbos, uno de los puntos donde se concentran las masas de inmigrantes que tanto le cuesta a Europa gestionar, recibirá al Papa Francisco, al patriarca Bartolomé y al primado ortodoxo de Grecia, Hieronymus. Se trata explícitamente de una iniciativa que quiere subrayar la existencia de estos miles de desheredados y que, mediante este gesto de solidaridad, quiere animar a la realización de nuevos proyectos capaces de responder a la tragedia que se consuma día tras día. 

Este fin de semana, Lesbos, uno de los puntos donde se concentran las masas de inmigrantes que tanto le cuesta a Europa gestionar, recibirá al Papa Francisco, al patriarca Bartolomé y al primado ortodoxo de Grecia, Hieronymus. Se trata explícitamente de una iniciativa que quiere subrayar la existencia de estos miles de desheredados y que, mediante este gesto de solidaridad, quiere animar a la realización de nuevos proyectos capaces de responder a la tragedia que se consuma día tras día. Pero este encuentro, en ciertos aspectos un nuevo encuentro histórico después del de Francisco y Kiril, corre el riesgo de no ser bien entendido o quedar reducido en esta Europa que oscila peligrosamente entre el cinismo y el miedo, entre los que quieren descargarse toda responsabilidad y piensan gestionar el caso de los refugiados poniéndolo en manos de Turquía, y los que temen ver desfigurada la identidad cristiana de Europa (aunque, ¿qué identidad cristiana es la que renuncia a la solidaridad?) o que se facilite cada vez más la entrada a grupos terroristas, que –como hemos visto en los atentados de Francia y Bélgica– ya están aquí.

Entre el cinismo y el miedo, corremos el riesgo de ver este encuentro tan solo como un desfile ecuménico-sentimental que no tendrá efecto alguno. El peligro de hacer esta reducción está ahí, tanto en un cierto ámbito civil, laicista, que ve insufrible cualquier intervención eclesial en cuestiones concretas, como en un cierto ámbito religioso, fundamentalista, que sospecha en todas partes de traiciones a la santa fe y a sus tradiciones.

Pero es una mirada miope que se debería evitar a toda costa porque se le escapa la potencia práctica que ha tenido y que podría volver a tener una mirada de fe sobre la realidad, y porque el miedo y el cinismo inmovilizan el genio y la razón.

El periódico La Nueva Europa recordaba en este sentido hace unos días la historia de Ayuda a la Iglesia Necesitada y su fundador, el padre Tocino, al que apodaron así porque en una Europa que salía de la Segunda Guerra Mundial y que estaba plagada de refugiados, para responder a sus exigencias puso en marcha, en las iglesias de los Países Bajos, cerca de donde él estaba, no una recogida de fondos, que con realismo debían circular más bien poco después de la devastación de la guerra, sino una recogida de tocino.

Como idea, parecería una locura y bastante ingenua, como seguramente comentarían los intelectuales de entonces, pero lo cierto es que el padre Werenfried van Straaten (así se llamaba realmente) consiguió alimentar a millones de personas y su asociación sostuvo después a las iglesias europeas que cayeron bajo los regímenes comunistas, y hoy, cuando esos regímenes han terminado, no ha dejado de actuar sino que continúa desarrollando una actividad inmensa, tanto ayudando a las iglesias cuya existencia se ha hecho muy difícil por regímenes que violan la libertad religiosa, como apoyando iniciativas que puedan mejorar las relaciones entre ortodoxos y católicos.

Para conseguir este resultado, el padre Werenfried partió de una actitud humana que se sitúa exactamente en las antípodas de lo que hoy parece prevalecer. Se dirigió a sus fieles con absoluto realismo, pero al mismo tiempo con una confianza radical en el hombre, que le llevó a pedir a su gente algo que parecía sencillamente inimaginable, es decir, que ayudara a “los que ayer eran sus enemigos”.

Un caso único, que solo se da en ciertos momentos privilegiados de la historia de la caridad cristiana, como dirían los habituales sabios, cínicos y asustados. En realidad, la historia de la Europa de este siglo, llena de historias de refugiados y migrantes (dos guerras mundiales, guerras civiles y genocidios no pasan sin dejar huella), también es rica en historias donde la atención a la persona y a sus necesidades cotidianas siempre ha sabido sugerir iniciativas impensables y después realmente eficaces, donde “el amor al prójimo ha sabido transformarse en una potencia mundial, con total independencia política”.

El entrecomillado corresponde a palabras utilizadas para definir la actividad de Fridtjof Nansen, más conocido por su actividad como explorador, pero que en realidad también fue el inventor del “Pasaporte Nansen”, un instrumento que él mismo creó nada más terminar la Primera Guerra Mundial, siendo Alto Comisionado de la Liga de las Naciones, para ofrecer un documento de identidad a los millones de refugiados apátridas que para sus países de origen, en algunos casos ya desaparecidos (como fue el caso del imperio zarista), y para sus países de adopción sencillamente no existían. En este caso también se trató de algo totalmente impensable antes, un gesto de solidaridad y atención a las personas en sus necesidades primarias, una necesidad que en ese caso era que se reconociera su mera existencia.

Sentido de la realidad, porque los refugiados, antes aún que generarnos miedo o molestia, existen; y sentido de humana solidaridad. Además de ser elementos imprescriptibles de nuestra tradición, y a pesar de tantas contradicciones, de tantos muros que aún se quieren construir, son también dos de las cosas que muchos representantes de nuestras instituciones, europeas y nacionales, intentan tener presentes en su actividad. El encuentro de este sábado tiene, entre otras cosas, la tarea de ayudarnos a recordar y apoyar a los que trabajan en esta dirección.

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