La última etapa de su peregrinación

Mundo · José Luis Restán
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10 febrero 2015
“Está en paz consigo mismo y convencido de que su decisión fue justa y necesaria. Fue una decisión tomada en conciencia, bien rezada y también sufrida, en la que el hombre permanece solo delante de Dios”. Así ha respondido el arzobispo Georg Gänswein al suplemento semanal Christ & Welt, del diario alemán Die Zeit, cuando el periodista le preguntaba si Benedicto XVI se había arrepentido de la decisión que tomara hace hoy dos años.

“Está en paz consigo mismo y convencido de que su decisión fue justa y necesaria. Fue una decisión tomada en conciencia, bien rezada y también sufrida, en la que el hombre permanece solo delante de Dios”. Así ha respondido el arzobispo Georg Gänswein al suplemento semanal Christ & Welt, del diario alemán Die Zeit, cuando el periodista le preguntaba si Benedicto XVI se había arrepentido de la decisión que tomara hace hoy dos años.

Por lo demás, el propio Papa emérito ha confirmado varias veces que vive sereno y alegre su nueva condición de peregrino que recorre el último tramo del camino en esta tierra, y que su misión ahora consiste precisamente en orar por la Iglesia y sostener, a través de esa oración, el ministerio del Papa Francisco, al cual le une una sincera “amistad de corazón”. Todos los testimonios de quienes han podido visitar a Benedicto XVI en los últimos meses coinciden en la serena certeza, en la libertad majestuosa de este hombre, de este fiel creyente que seguramente ha sido y es una de las cabezas prominentes de su época, y que la mañana del 11 de febrero de 2013, con aquella Declaratio pronunciada en un latín pulcro y con su voz inconfundiblemente mansa y melodiosa, cambió el rumbo de la historia.

“En el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”. Dos años antes, en una larga entrevista al periodista alemán Peter Seewald, había rechazado la oportunidad de renunciar, porque “si el peligro es grande no se debe huir de él… en un momento como éste hay que permanecer firme y arrostrar la situación difícil; se puede renunciar en un momento sereno, o cuando ya no se puede más, pero no se debe huir en el peligro y decir: que lo haga otro”. Pero Seewald insistió sobre una hipotética situación en la que Benedicto pudiese contemplar la posibilidad de la renuncia, y entonces respondió afirmativamente: “Sí, si el Papa llega a reconocer con claridad que física, psíquica y mentalmente no puede ya con el encargo de su oficio, tiene el derecho, y en ciertas circunstancias también el deber, de renunciar”.

En febrero de 2013 la tormenta provocada por el tratamiento de los abusos sexuales en la Iglesia había dado paso a un reconocimiento general de la valentía, contundencia y profundidad con las que Benedicto XVI había afrontado esta lacra; los ecos fétidos del “Vatileaks” empezaban a amortiguarse tras el juicio al asistente del Papa y la inanidad de la inmensa mayoría de los documentos filtrados. Por otra parte estábamos en pleno Año de la Fe, a la espera de la cuarta encíclica del pontificado y tras algunas intervenciones memorables en torno al 50 aniversario del Concilio Vaticano II. “Se puede renunciar en un momento sereno, había anticipado en la mencionada entrevista”. De hecho la hipótesis de una renuncia había circulado tiempo atrás, durante la tormenta, pero en el momento de producirse había desaparecido completamente del mapa. De hecho el anuncio dejó atónitos a propios y a extraños.

He repasado estos días las páginas de la entrevista con Peter Seewald, titulada “Luz del mundo”, buscando entender más profundamente. Seewald le había preguntado cuál era la misión de Joseph Ratzinger como sucesor del apóstol Pedro, a lo que había respondido bajando la solemnidad y recordando que no es adecuado fragmentar demasiado la historia: “estamos tejiendo todos en un tapiz común; Karol Wojtyla fue regalado por Dios a la Iglesia en una situación muy determinada, crítica, en la que estaba la generación del 68, que cuestionaba la totalidad de Occidente… abrir la salida hacia la fe y señalarla como el centro y el camino fue un momento histórico de índole especial”. Pero lo imponente (que por su sencillez y modestia casi se nos escapa al leer) llega cuando aborda lo que le correspondería a él en la continuidad de esta historia: “No todo pontificado debe tener una misión completamente nueva; ahora se trata de continuar eso mismo y de captar el dramatismo de este tiempo, seguir sosteniendo en él la Palabra de Dios como palabra decisiva, y dar al cristianismo aquella sencillez y profundidad sin la cual no puede actuar”.

Pocos habrán entendido tan hasta el fondo como Joseph Ratzinger “el dramatismo de este tiempo”, y pocos habrán conocido desde dentro, como él, las debilidades del cuerpo de la Iglesia en esta hora. Pero también ha sabido siempre, como su gran amigo el beato John Henry Newman, que la Iglesia siempre parece estar muriendo, pero acaba triunfando frente a todos los cálculos humanos, pues la suya es una historia de caídas aterradoras y de recuperaciones extrañas y victoriosas. Y así él, que tanto hizo por traducir las grandes palabras cristianas al universo verbal y conceptual de nuestra época, que tanto bregó para lanzar a la Iglesia a una nueva misión, no tembló un instante a la hora de ceder el timón de una barca que no era suya, sino del Señor.

En su última Audiencia General nos confió que “amar a la Iglesia significa también tomar decisiones difíciles”… tuvo que decirlo, precisamente él, frente a tirios y troyanos. Y con aquella suavidad majestuosa, casi sinfónica, hubo de recordar a algunos que con su gesto no abandonaba la cruz, “sino que permanezco de otro modo junto al Señor Crucificado”.

Así era, así es, el Papa Ratzinger, a quien Francisco ha calificado como tres veces grande: “grande por su importante contribución a la teología, grande por su amor a la Iglesia y a los seres humanos, grande por su virtud y su religiosidad”. Me deja desarmado y lleno de preguntas el misterio de este Papa emérito, dedicado a la oración. Con su sonrisa de niño junto a la cruz, en el recinto de San Pedro. Dejándose llevar, una vez más, por Aquél al que siempre ha servido y amado.

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