La remilgada LOMCE

España · José Luis García Garrido
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23 mayo 2013
Somos muchos los españoles que no nos cansamos de pedir un pacto en materia de educación. Y, como en cualquier pacto, estamos dispuestos a transigir en cosas que nos gustan menos a cambio de que los demás lo estén en la misma medida. Por desgracia, hemos perdido de nuevo la ocasión de conseguir tal pacto. La ley que ahora inicia su periplo parlamentario está lejos de serlo. Y ello a pesar de su evidente deseo de llegar a él, de su mano tendida, de sus transigencias en puntos fundamentales, de sus timideces, de sus ambigüedades. Hasta tal punto la nueva ley persigue el pacto que, en realidad, no es una nueva ley, sino una modificación de la ley socialista anterior, la del 2006. Es una ley con un solo artículo, que modifica un conjunto de disposiciones de aquella.

Pero no ha habido manera. Pese a esa concesión fundamental de entrada, el principal partido de la oposición ha cantado ya, como lo hizo en anteriores ocasiones, su disposición no a pactar nada de ella, sino a derogarla lo antes que pueda. Y junto a él, otros grupos, por motivos a veces muy distantes, se mueven en la misma onda. Y nos preguntamos: si esto es así, si el PSOE y su cohorte política y sindical no están dispuestos a que se toque un pelo a sus santas LODE y LOGSE, camufladas tras el acrónimo (LOE) que ahora las blinda, y si los nacionalistas se oponen a que se recorten sus pretensiones de proselitismo infantil, etc., ¿a qué viene tanta timidez y tanto remilgo por parte de un partido al que, también por esto, los españoles le concedieron mayoría absoluta? Si aquellos prometen derogar la ley de todos modos, ¿no hubiera sido preferible que, cuando llegue ese momento, deroguen algo más sustancioso, más sincero, más atento al bien de los españoles del futuro, más decidido a superar las probadas deficiencias de lo anterior?

Pues no. Nada de eso. Tras una exposición de motivos en gran medida coherente y bien concebida, lo que después se nos presenta son unos zurcidos a una tela vieja y desgastada. Se comprende que, en tiempo de aguda crisis, no pueda comprometerse el Estado a gastar lo que no tiene, más bien lo que adeuda, en un tejido nuevo e irremediablemente caro. Pero, admitiendo aún esta premisa, la verdad es que podía haber levantado un poco más el listón. Y no lo ha hecho.

Por supuesto que hay cosas que están bien en la nueva ley, aparte de sus páginas introductorias. Se pretende acabar con la mentirijilla de que todos o casi todos los niños "progresan adecuadamente", transitando de un curso a otro sin que ni ellos ni sus progenitores se enteren de lo poquito o de lo mucho que saben. Como en cualquier otra actividad humana, los controles de calidad, que eso son o deberían ser los exámenes, resultan imprescindibles. Bienvenidos sean, siempre que se manejen con discreción y flexibilidad. Se pretende enmendar una educación secundaria que hace agua por todos lados, y que sitúa a muchos adolescentes españoles en las cercanías del analfabetismo funcional. Habría que haber reconstruido un bachillerato serio, de suficiente duración, de renovada exigencia cultural y científica, a la altura de los países educativamente de vanguardia. Pero se opta al final por respetar la ESO y por limitarse a cambiar el menú único de su último año por otro menú más diferenciado, entre lo académico y lo profesional. No hace falta ser profeta para predecir que la medida resultará insuficiente, a no ser que, a la vez, se implementen otras de mayor calado, relativas al profesorado y a los concretos planes de estudio, etc., todo lo cual, aunque también se insinúa, queda bastante en la nebulosa. Se pretende corregir la confusión hoy reinante entre "liderazgo" y "participación" en la vida escolar, y se abren interesantes vías. Se pretende enmendar el planteamiento deficiente de una "educación para la ciudadanía" que daba pie a manipulaciones éticamente improcedentes, abriéndose ahora paso a que distintas materias y distintos profesores asuman la responsabilidad (y la ejemplaridad) que les incumbe en tan importante tema.

Junto a esas cosas que marchan por el buen camino (y a las que en justicia debería yo añadir otras, si tuviera más espacio), hay sin embargo lamentables omisiones. Nada se avanza en tema de libertad de enseñanza, de libre elección por parte de los padres. Nada en tema de implicación positiva de las familias en la escolarización (implicación en el esfuerzo educativo, y no en el politiqueo o en el fisgoneo de directivos y profesores). Nada o poco se asegura una mejor selección, formación e incentivación del profesorado. Me preocupa el talante economicista y mercantilista de la ley, algo obsesionada (pese a las más amplias miras incluidas en la introducción) con que el sistema educativo sirva sobre todo, preferentemente, al sistema económico, cuando la experiencia demuestra que los desajustes entre formación y empleo, entre aprendizaje y espíritu innovador y creativo, entre calidad de educación y verdadera calidad de vida se curan mejor con una buena formación general, rica en valores, que con competencias meramente utilitaristas.

¿Caben mejoras, todavía? Quizá sí. Lo malo es que, por el deseo de conseguir imposibles pactos, caben también "peoras". Veamos. Sus señorías tienen la palabra.

José Luis García Garrido es Catedrático Emérito de Educación Comparada e Internacional en la UNED

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