La rebelión de los alcaldes

España · Eugenio Nasarre
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5 septiembre 2016
Hace algunos días el alcalde de un pequeño pueblo de la Salamanca profunda declaró: “En mi pueblo el día de Navidad no se vota”. Otros dos regidores de pueblos salmantinos secundaron el pronunciamiento del edil de Tabera de Abajo. Por fortuna en la historia de España siempre hay algún alcalde que nos salva. Bien lo vio Calderón de la Barca que convirtió al Alcalde de Zalamea en la encarnación de la defensa del valor que entonces más se apreciaba: el honor, que no es otra cosa que la expresión de la dignidad personal. Ahora la rebelión de un modesto alcalde salva nuestra dignidad como ciudadanos.

Hace algunos días el alcalde de un pequeño pueblo de la Salamanca profunda declaró: “En mi pueblo el día de Navidad no se vota”. Otros dos regidores de pueblos salmantinos secundaron el pronunciamiento del edil de Tabera de Abajo. Por fortuna en la historia de España siempre hay algún alcalde que nos salva. Bien lo vio Calderón de la Barca que convirtió al Alcalde de Zalamea en la encarnación de la defensa del valor que entonces más se apreciaba: el honor, que no es otra cosa que la expresión de la dignidad personal. Ahora la rebelión de un modesto alcalde salva nuestra dignidad como ciudadanos.

El horizonte de unas terceras elecciones el día de Navidad nos pareció a todos impensable, una quimera, cuando se anunció. Pero -he aquí el problema- ese horizonte estaba y sigue estando en el Boletín Oficial de las Cortes Generales, firmado nada menos que por la presidenta del Congreso. ¿Podemos tomar como broma lo que aparece en los Boletines Oficiales del Estado? Al alcalde de Tabera de Abajo las autoridades provinciales se apresuraron a tranquilizar: ese supuesto no se producirá, le dijeron, sin aclarar, desde luego, por qué vías o con qué procedimientos. El alcalde de Tabera de Abajo tiene toda la razón. El calendario establecido es una falta de respeto a la España real.

Ahora, tras el fracaso de la investidura del presidente del gobierno, autorizados voceros de las bancadas parlamentarias han afirmado que no es “razonable” votar el día de Navidad. Y pudiera ocurrir que la duodécima legislatura pasara a la historia con el baldón de tener como haber una única producción normativa: la modificación de la ley electoral… ¡para evitar que se vote el día de Navidad!

El episodio trasciende la anécdota. No sólo, al menos a mí, nos llena de bochorno. Es un claro reflejo de la degradación de nuestra vida política. He dedicado algún tiempo de mi descanso estival a leer páginas de Ortega. Y se me hacía vivo nuestro filósofo al seguir las nueve horas del debate de investidura. Porque la desazonadora impresión que saqué de él fue la brutal reaparición de las “dos Españas” en un doble sentido: las dos Españas enfrentadas ideológicamente, por una parte, y por otra la fractura de la “España oficial” y la “España vital”, por utilizar las palabras de Ortega. La combinación de esta doble fractura tiene efectos devastadores para nuestra convivencia.

El alejamiento de la “España oficial” de la “España vital” en tiempos de Ortega se debía a los vicios que fueron instalándose en el sistema político de la Restauración, básicamente el caciquismo y los manejos electorales, que no fueron regenerados, a pesar de algunos loables intentos, como el de Maura, lo que convirtió al sistema canovista, según Ortega, en “fantasmagoría”, que vivía para sí mismo y crecientemente distanciado de una sociedad española viva y en cambio. Los dos partidos turnantes fueron incapaces de abordar las reformas regeneradoras y el sistema colapsó.

En nuestros tiempos los males que se han instalado en nuestra democracia, y que configuran la “España oficial”, pueden resumirse con una palabra: la partitocracia, que, llevada a sus extremos, ha generado, entre otros, dos efectos perversos. El primero, la invasión de los partidos en esferas que deberían ser propias de la sociedad civil, lo que, a la postre, dificulta el despliegue de las energías de la sociedad y multiplica las tentaciones de corrupción. El caso de las cajas de ahorro es paradigmático y ha tenido como triste desenlace la extinción de unas beneméritas entidades surgidas en su tiempo por la iniciativa social. El segundo efecto perverso es el creciente poder de los aparatos de los partidos, convertidos no tanto en sanas corrientes de opinión de una sociedad pluralista sino en máquinas electorales sometidas a una férrea disciplina de la dirección de los partidos. Esta realidad provoca que cuando más necesario es el debate interno en los partidos, el debate o es sumamente pobre (caso del partido socialista) o sencillamente es inexistente (caso del partido popular). El modelo desemboca inexorablemente en el “cierre de filas”.

Pero a la fractura entre esta “España oficial” y la desconcertada e irritada “España vital”, la que representa el modesto alcalde salmantino, se añade la reaparición de “dos Españas”, porque una de ellas rechaza tener un marco de convivencia común, el que nos dotamos los españoles en la Transición. No ha podido ser más revelador el debate de investidura. Un treinta por ciento de los escaños de la Cámara están ocupados o por quienes pretenden acabar con nuestro orden constitucional o quienes luchan por la ruptura de España. Y sus portavoces, algunos incluso con una agresividad profanadora del templo de la palabra y el diálogo, que es el parlamento, no expresaron ningún atisbo de compromiso, que supusiera algún tipo de concesión de sus pretensiones.

Pero los resultados de las elecciones del 26 de junio han sido elocuentes: hay una amplia mayoría de españoles (más del 70 por 100) que no quieren poner en riesgo los pilares sobre los que se ha construido nuestra convivencia. Sólo así se explica el significativo retroceso de Podemos y el incremento de los votos del PP, como puerto de refugio más seguro para alejar la quiebra de esos pilares. Esa mayoría electoral se debería traducir en una mayoría parlamentaria, que respaldase un gobierno con capacidad para emprender las reformas y medidas para fortalecer nuestra Constitución, regenerar auténticamente la vida pública y resolver los graves problemas de orden social y económico pendientes.

La situación de bloqueo creada, con dos investiduras fallidas, ha impedido conformar esa mayoría parlamentaria, la única, a mi juicio, capaz de hacer frente de manera solvente a la grave encrucijada en que nos encontramos. Pero, ¿cómo romper el nudo gordiano?

Sólo tengo una respuesta: recuperar en la vida española los usos de las “democracias parlamentarias”, sean éstas monarquías o repúblicas. Y esos usos nos dicen -lo podemos ver en las historias parlamentarias de Italia, Bélgica, Holanda, Francia etc.- que no inexorablemente deben presidir un gobierno, conformado por varios grupos parlamentarios, los líderes de los partidos que lo sostienen, máxime cuando ninguno de ellos ha logrado la confianza de la Cámara. La “cultura democrática parlamentaria”, que se diferencia claramente de la partitocrática, consiste en esto: en la búsqueda de la solución más idónea para concitar la confianza de una mayoría parlamentaria plural en sus planteamientos políticos.

He defendido por mucho tiempo las bondades del bipartidismo. Y sigo creyendo en ellas. El bipartidismo ha proporcionado muchos beneficios a España. Su sistema político ha vivido en él durante casi treinta y cinco años. Pero el bipartidismo no es una solución mecánica. Exige que los dos grandes partidos sean fieles a lo que deberían ser: grandes corrientes de opinión, capaces de albergar en su seno distintas sensibilidades en el marco del tronco común de sus principios, y capaces de tener vida propia, esto es, debate y no disciplina férrea y saber subordinar los intereses propios al interés general, incluso en materia de nombramientos. En los últimos tiempos ninguno de nuestros dos grandes partidos ha sabido estar a la altura de las circunstancias. Esta es la clave de su debilitamiento electoral y del nuevo panorama que se ha creado en España.

Pero los dos grandes partidos que han gobernado España durante treinta y cinco años pueden y deben hacer un ulterior servicio al país: abandonar la concepción partitocrática de la política y volver a la senda de la “monarquía parlamentaria”. Es en esa senda donde se debe encontrar la conformación del gobierno: el gobierno de una “mayoría constitucionalista”, presidido por una persona que por su capacidad y cualidades públicas esté en las mejores condiciones para recomponer esta grave situación.

Algunos hablan de las elecciones del 18 de diciembre como de un “mal menor”. ¿Están seguros que allanarán las presentes dificultades? Mi opinión es que, si se celebran, aunque no sea en el día de Navidad, serán un mal en sí mismo. Porque los riesgos de que se incremente la doble factura, de la que he hablado, los veo mayúsculos. Y eso sería lo peor. No. No estamos en una situación ordinaria, en “business as usual”. La solución debe ser romper el nudo gordiano, como en el mito de la antigüedad clásica.

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