La profecía de Ratzinger

Mundo · José Luis Restán
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14 abril 2010
En 1799 el Papa Pío VI muere prisionero de los revolucionarios franceses en Valence. Tres años antes, un dirigente de la nueva República había escrito al respecto: "este viejo ídolo será destruido; así lo quiere la libertad y la filosofía... es de desear que Pío VI viva aún dos años para que la filosofía tenga tiempo de completar su obra y de dejar sin sucesión a este lama de Europa". La cita la transcribe un joven Joseph Ratzinger en una charla radiofónica sobre "Qué aspecto tendrá la Iglesia del año 2000", editada por Sígueme en una pequeña joya titulada "Fe y futuro".

Y decía aquel joven Ratzinger (contaba sólo 43 años) que la predicción revolucionaria pareció entonces tan clara "que se tuvieron oraciones fúnebres por el papado, al que había que considerar definitivamente extinguido". Quizás Benedicto XVI guarde algo de su fina ironía al releer esta cita a la luz de noticias como el patético empeño de Richard Dawkins de arrestarle en su próximo viaje a Londres, o al conocer que una importante casa de apuestas londinense ha propuesto una puja sobre la próxima dimisión del inquilino del Vaticano. Al menos los gañanes de la Revolución mantenían algo de lustre en comparación con los famélicos intelectuales que ahora se desgañitan contra la Iglesia.

Pero esperpentos aparte. Hay analistas de peso que hablan estos días de "efecto devastador" de la crisis mediática en torno a los abusos sexuales cometidos por algunos sacerdotes (unos centenares, aunque el New York Times, antaño espejo de periodistas, los ha cifrado en cientos de miles). Por otra parte, la debilidad del tejido y de la conciencia eclesial hace que también muchos, entre el pueblo sencillo, sientan tambalear su confianza y sus certezas. Si ya de por sí vivimos "un tiempo de gran confusión", como dijo ayer el Papa en la Audiencia General, sería ingenuo pensar que este pedrisco mediático, tenaz y cruel no haya levantado nuevos muros de prejuicio e incluso no haya dañado las conciencias de no pocos católicos sinceros. Porque cuando el huracán ruge, las ramas del árbol se someten a prueba y la poda es inevitable. Será una poda que afecte a muchas respetabilidades que la Iglesia aún conservaba justamente, en unas sociedades que ha contribuido a forjar desde hace siglos; pero también afectará, y esto es aún más doloroso, a algunos miembros de su cuerpo.

Es curiosa y significativa la sensación de pesadez que algunos experimentan estos días frente al cuerpo de la Iglesia. Y elijo a conciencia esta querida imagen, un cuerpo. Que por tanto se cansa, que con frecuencia resulta herido, que bambolea por el camino, que sufre reuma y cosas peores. ¡Un cuerpo! Ése que el cura de Torcy describe en el Diario del cura rural como un conjunto variopinto de animales: vacas y bueyes, asnos y mulos, algunos tan salvajes que el capataz puede desear matarlos, pero no puede ser porque el Amo desea recogerlos todos en buen estado. Curioso modo el que ha elegido el Dios de Jesús para su obra en el mundo: correr este gran riesgo (así lo dice Ratzinger en su preciosa entrevista con Peter Sewald en La sal de la tierra) de pasar a través de la libertad de hombres como nosotros. Y así la tentación de una Iglesia toda espiritual, impoluta e impecable, no sometida a la fatiga de los cuerpos, asoma una y otra vez en la historia, y con más fuerza estos días. ¡Ah, si no existiera este entramado de huesos, cartílagos y tendones, esta estructura corpórea que parece siempre en riesgo de caer por la fuerza de la gravedad! ¡Si fuéramos sólo el conjunto de las almas puras e intachables, libremente reunidas sin jerarquías ni sacramentos! Joaquín de Fiore revive hoy en las tribunas más inusitadas, o hasta en la barra del bar.

Cuánta abstracción y cuánta presunción estos días. Porque fuera de este pobre cuerpo, ¿qué es Jesús en la historia? Una figura que puede inspirar desde el arrobo a la violencia revolucionaria, poco más que un ejemplo retórico, un fantasma que se  escapa entre los dedos. Sin esta cordada que requiere la humildad y el sacrificio de pertenecer, no conocemos a Cristo, nos perdemos en nuestras vanas fantasías, no aramos el tiempo de la historia. Así lo indicaba bellamente Benedicto XVI a los jóvenes el pasado Domingo de Ramos, recordándoles que para seguir a Jesús es necesario "entrar en el nosotros de la Iglesia, aferrarse a la cordada… no romper la cuerda con la testarudez y la pedantería". Porque el cuerpo siempre herido y fatigado de la Iglesia es el único puerto en que la fe se hace compañía, alimento y sostén de la propia vida. Es el tiempo y el espacio de la verificación de la fe, o sea, del ciento por uno que prometió Jesús para los que lo siguieran, ya aquí en la tierra. Es el campo donde la gracia de una humanidad distinta (santidad) bate una y otra vez a la miseria y el mal que acechan en cada corazón y en cada comunidad.

Es una pregunta sencilla que se escucha estos días por doquier: ¿qué será de nosotros después de esta tormenta?, ¿qué será de nuestros hijos y cómo vivirá la Iglesia en la que ellos compondrán esa cordada? Hace años, en una circunstancia muy dura, Don Luigi Giussani respondía que "la Iglesia puede ser golpeada y castigada… pero no padece jamás derrotas cuando propone su contenido original". Y añadía: "quizás lo que está sucediendo recuerde a los cristianos la necesidad de ser fieles a la auténtica naturaleza de la Iglesia". Parece dicho para nuestros días. Y aquel Ratzinger que transcribe la anécdota de los revolucionarios y Pío VI advertía en el lejano 1974 que "el futuro de la Iglesia sólo vendrá de la fuerza de aquellos que tienen raíces profundas y viven de la plenitud pura de su fe, pero no de aquéllos que sólo dan recetas". Ya entonces hablaba de un proceso largo y penoso de cristalización y aclaración, que habría de costarle a la Iglesia muchas fuerzas valiosas, y predecía "tiempos muy difíciles" con graves sacudidas y desgarramientos. "Pero florecerá de nuevo y se hará visible a los hombres como patria que les da vida y esperanza más allá de la muerte".         

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