La oscura muerte de un fiscal

Mundo · Horacio Morel (Buenos Aires)
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21 enero 2015
El lunes 19 de enero no era para el fiscal Alberto Nisman un día cualquiera. A las tres de la tarde debía comparecer ante la Comisión de Legislación Penal de la Cámara de Diputados para explicar y exponer las pruebas de la grave denuncia promovida por él mismo la semana anterior:

El lunes 19 de enero no era para el fiscal Alberto Nisman un día cualquiera. A las tres de la tarde debía comparecer ante la Comisión de Legislación Penal de la Cámara de Diputados para explicar y exponer las pruebas de la grave denuncia promovida por él mismo la semana anterior: la imputación dirigida a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, al canciller Héctor Timerman y otros importantes funcionarios de ser encubridores de los autores del trágico atentado a la AMIA, la mutual judía argentina, en julio de 1994 y que dejó como lamentable saldo 85 muertos. La denuncia se apoyaba en más de 900 horas de escuchas telefónicas, de las cuales según el fiscal surgía la negociación al más alto nivel gubernamental con Irán para blindar de impunidad a los terroristas.

Pero Nisman no llegó nunca a la cita con los diputados: en la madrugada del mismo lunes, fue encontrado muerto de un disparo en el baño de su departamento.

Si bien los primeros indicios dados a conocer abonaban la teoría de un suicidio, lo cierto es que todos los allegados, colaboradores, periodistas y legisladores que estuvieron en contacto con el fiscal en los últimos días refieren haberlo visto y escuchado con buen ánimo, dispuesto a ir a fondo con su denuncia. En consonancia, los primeros resultados de la autopsia practicada, conocidos el mediodía del martes, no resultan categóricos en el sentido de que el fiscal se haya quitado la vida: no hay rastros de pólvora en su mano derecha, por ejemplo.

Existen otros indicios que se van conociendo hora tras hora que no acreditan el suicidio: una nota dejada a la empleada doméstica con la indicación de las compras del día lunes, una foto enviada por redes sociales donde se le ve el sábado trabajando en la preparación de la exposición ante los diputados.

Nisman estaba permanentemente custodiado por diez policías federales, que sin embargo no tenían acceso a su departamento, ya que por expresa voluntad del fiscal permanecían en los alrededores del edificio.

La causa judicial motivada en el atentado a la AMIA es, tal vez, la prueba paradigmática de la vergüenza institucional argentina por excelencia. El primer juez de la causa está preso por utilizar dineros públicos para comprar testigos falsos que desviaron desde el comienzo la investigación. La causa fue finalmente anulada diez años después del atentado y volvió a fojas cero. Tras ello, Nisman fue designado en 2004 por el entonces presidente Néstor Kirchner como fiscal especial para la causa AMIA, y lo puso a trabajar con Antonio Stiusso, director de Contrainteligencia de la Secretaría de Inteligencia del Estado. Este nombre aparece como la clave del asunto.

Es que luego de la muerte de Néstor Kirchner, y la consolidación de Cristina Fernández como cabeza de todo poder en la Argentina, la suerte de la causa y del fiscal y el espía ya no sería la misma. En enero de 2013 el gobierno firmó un pacto con Irán, cuyos precisos términos fueron un enigma por mucho tiempo, pero que contrariamente a lo anunciado por la presidenta significaba sin más un punto muerto para la investigación de la “Unidad Fiscal AMIA” a cargo de Nisman y una cesión de soberanía, ya que preveía el reemplazo de los tribunales argentinos por una comisión de juristas internacionales. El pacto se había gestado en secreto desde dos años antes. El gobierno argentino hizo valer su mayoría parlamentaria y lo convirtió en ley, pero la República Islámica de Irán no hizo lo propio, sino que sólo lo convalidó formalmente mediante un decreto del presidente Mahmud Ahmadineyad, quien se encargó en setiembre de 2013 de aclarar que la aprobación del memorándum no significaba la entrada en vigencia del acuerdo suscrito.

Una interna de poder en la agencia de inteligencia estatal fue finalmente resuelta por la presidenta destituyendo y jubilando a Stiusso, a favor del sector enrolado con el jefe del Ejército César Milani, militar sospechoso de violaciones a los derechos humanos durante la dictadura del Proceso (1976-1983), e incorporando a la agencia a integrantes de la agrupación juvenil oficialista “La Cámpora”, comandada por el hijo de Cristina, Máximo Kirchner, y por uno de los denunciados por Nisman, Andrés “el Cuervo” Larroque. El gobierno sostiene que todo se trataría entonces de una venganza de Stiusso.

Es obvio que ningún favor le hace a la democracia argentina que un fiscal que se haya animado a denunciar a la máxima cabeza del poder aparezca muerto cinco días después. Simple suicidio, suicido inducido u homicidio, lo mismo da: ningún argentino está seguro de poder confiar en lo que la Justicia dictamine respecto de la muerte de Nisman, tal el deterioro que la fe pública y las instituciones sufren en este país. Otro tanto ocurre con el contenido de las pruebas que habría colectado Nisman para su denuncia: ahora todo está bajo sospecha, y la voz de la calle dice que quien haya podido asesinar u obligar a suicidarse a un fiscal, bien puede hacer desaparecer o adulterar las grabaciones.

El ánimo popular es de profundo desánimo: la sociedad argentina suele agotar cíclicamente los ya escasos recursos ordinarios de entusiasmo y optimismo. La oscura muerte del fiscal Nisman significa una nueva caída porque en lugar del debate que se esperaba luego del comparendo del fiscal ante los diputados tanto en terreno judicial como legislativo hay que hablar de un hecho trágico que involucra al protagonista de la historia.

Si el fiscal hubiera logrado sostener con pruebas su denuncia, sin duda alguna hubiera marcado un punto de inflexión en la historia institucional argentina: suficiente para que su muerte sea objeto de todas las sospechas.

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