La guerra en Líbano no conviene ni a Arabia ni a Israel

Mundo · Marina Calculli
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5 diciembre 2017
Un nuevo conflicto parece perfilarse en el horizonte del Líbano. Una percepción corroborada en parte por la decisión del jefe de las fuerzas armadas libanesas, Joseph Aoun, de desplegar el ejército en la frontera por precaución. Pero una guerra contra Hezbolá en este momento no conviene a casi nadie. Sobre todo a quien quiere “hacerla”. A propósito de esto, hay que tener en cuenta que, mientras Arabia Saudí exacerba las presiones internacionales contra Hezbolá, el reino de Salman no sería capaz de lanzar ninguna acción militar directa contra el partido libanés. El príncipe heredero Mohammed Bin Salman (presunto autor del embrollo libanés) probablemente quería estimular el prurito de Israel contra su archienemigo en el Líbano.

Un nuevo conflicto parece perfilarse en el horizonte del Líbano. Una percepción corroborada en parte por la decisión del jefe de las fuerzas armadas libanesas, Joseph Aoun, de desplegar el ejército en la frontera por precaución. Pero una guerra contra Hezbolá en este momento no conviene a casi nadie. Sobre todo a quien quiere “hacerla”. A propósito de esto, hay que tener en cuenta que, mientras Arabia Saudí exacerba las presiones internacionales contra Hezbolá, el reino de Salman no sería capaz de lanzar ninguna acción militar directa contra el partido libanés. El príncipe heredero Mohammed Bin Salman (presunto autor del embrollo libanés) probablemente quería estimular el prurito de Israel contra su archienemigo en el Líbano.

El eje Arabia Saudí – Israel está fundado sobre la oposición común a Teherán y sus aliados. Sin embargo, un ataque israelí no provocado en territorio libanés tendría sobre todo el efecto de robustecer la legitimidad popular de Hezbolá en la región, cuando está en mínimos históricos tras la decisión del partido de entrar en Siria del lado del dictador Assad. Israel ha aprendido, sobre todo después de la guerra de julio de 2006, que el apoyo popular es uno de los instrumentos de supervivencia del Partido de Dios, fuerte al menos en armas. Por tanto, a Israel no le interesa fortalecer la reputación de Hezbolá, transformándolo en un mártir en el altar de los sacrificios junto a (y no en contra de) todo el Líbano.

Casi se puede dar por descontado que una potencial nueva invasión del Líbano tendría una magnitud muy superior a la de la guerra de 2006. De hecho, aquel mes de julio de hace once años tuvo lugar una no-victoria para Israel y una victoria fingida para Hezbolá. Con esta perspectiva, un ataque sin provocación tendría duras consecuencias en la reputación de Israel que, a pesar del éxito relativo de una campaña de criminalización del movimiento BDS (Boycott, Disinvestment, Sanctions), tiene que medirse con una montaña de críticas internacionales a sus políticas.

Por otro lado, Israel y Hezbolá ya están librando una guerra de baja intensidad en territorio sirio, donde Israel puede contar con una legitimidad moral mucho más sólida, aunque aquí Rusia haga de mediador entre su amistad con Tel Aviv y la salvaguarda de sus intereses en Siria, donde Hazbolá es un socio crucial para Moscú.

La desestabilización del Líbano sería un potente amplificador de la inseguridad regional, empezando por Siria. Pero justo aquí, en nombre de la guerra global contra el terror, los intereses de Estados Unidos, Rusia, Europa e Irán convergen de manera esquizofrénica en una cristalización del status quo con el presidente Assad. Irónicamente, justo el discutible y para muchos inmoral papel de Hezbolá en Siria es lo que está en juego en este partido disputado con Arabia Saudí. El culmen de la ironía de esta convergencia se materializó en el baile interpretado por Rouhani y Trump. El primero proclamando en Irán una “victoria” unilateral del “estado islámico”. El segundo felicitando al presidente libanés por el aniversario de la independencia, agradeciéndole su crucial contribución en la guerra contra el terror. Representación que coincidía además con el 74 cumpleaños del Líbano y Hariri volvía a Beirut, un signo indudable de unidad que servía de lanzadera de los tonos moderados y conciliadores de Hassan Nasrallah, secretario general de Hezbolá, que desde el principio ha defendido al primer ministro saliente, a pesar de ser rivales políticos, definiendo como injusto el trato “humillante” que le ha dado Riad.

La política adventicia de Arabia Saudí emerge aún más en la debilidad de sus acciones. Todo lo que hasta ahora ha llevado a casa el rey Salman ha sido una resolución de la Liga Árabe (que desde los años 90 es poco más que una sombra de la fragmentación regional y de las ambiciones sauditas) condenando a Hezbolá como “grupo terrorista”. Pero sin ninguna novedad sustancial. La Liga Árabe ya había adoptado esta resolución en marzo de 2016, siguiendo la línea de una resolución idéntica del Consejo de Cooperación del Golfo, invitando al Líbano a tomar medidas consecuentes. Entonces igual que hoy, la resolución solo provocó embarazo entre todos los partidos políticos libaneses (sobre todo entre los líderes suníes) que se vieron obligados a responder a su excelencia en Riad que, aun comprendiendo sus preocupaciones, Hezbolá forma parte del tejido social libanés y representa políticamente a una buena parte (incluidos ministros del gobierno).

Luego hay un último aspecto problemático en el aventurismo saudí, que es precisamente su colaboración con Israel. Riad no es precisamente la primera capital árabe que estrecha la mano de Tel Aviv. Pero el pragmatismo saudí en política exterior, aun siendo consciente de la fuerza de la represión, podría infravalorar la peculiar oposición interna al reino. No la de los blogueros frustrados en las cárceles sino la wahabí, más extremista.

En la historia de Arabia Saudí, es precisamente aquí donde reside la gran amenaza a la cohesión del reino en respuesta a las profanísimas relaciones de la familia real con los gobiernos occidentales, culminadas en el asedio a la Meca en 1979 y en las protestas contra la oferta de un corredor en suelo saudí para los marines estadounidenses durante la primera guerra del Golfo, a pocos pasos de los lugares sagrados de la Meca y Medina. Parece que fue justo aquí donde Bin Laden dio la espalda a la monarquía saudí.

Dentro de la durísima represión interna, ¿cómo explicaría Mohammed Bin Salman una colaboración con Israel en el núcleo duro y más ideológico de su base?

En todo este contexto, si con el “sacrificio” de Hariri por parte de la familia real saudí se refuerza su red de alianzas internacionales, da la impresión de que los aliados están más dispuestos a dar tranquilizadoras palmadas en la espalda al rampante príncipe heredero que a prestar su apoyo a la ambición de “rehacer” Oriente Medio a su gusto. Empezando justamente por el presidente Macron que, autoelegido árbitro en el caso Hariri y dirigiéndose simultáneamente a Rouhani y Netanyahu, ha dicho de manera concluyente que “hace falta un Líbano estable”.

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