La Europa de las luces y de los jóvenes
Hace unos días encontré una frase del pensador franco-búlgaro Tzvetan Todorov que me ha dado que pensar, “no hay Europa sin luces, ni luces sin Europa”. Una frase que viene bien para una reflexión sobre las elecciones al Parlamento Europeo, pero que va más allá de ese evento. La cita es una invitación a la memoria, una apelación a la historia y también a la cultura.
Hubo una generación que vivió en su infancia los horrores de la Segunda Guerra Mundial, y otra inmediatamente posterior que padeció sus consecuencias en los años que precedieron al boom económico de la segunda mitad del siglo XX. Ellos y sus hijos, en gran mayoría, tenían asumido lo que podía ser un mundo en el que solo reinaba la arbitrariedad y la ley del más fuerte, revestidas de ideologías en apariencia contrarias. Y si se habían olvidado, allí estaba el telón de acero para recordárselo en medio de la comodidad de sus refugios del bienestar económico. Pero cayó el muro de Berlín y el nuevo mundo se hizo más complejo e inestable que el de las seguridades aparentes del mundo anterior. En medio de la incertidumbre siempre renace la nostalgia, una nostalgia que no es algo ajustado a la realidad sino que se alimenta de mitos que un historiador riguroso en sus investigaciones, y con sentido común, podría desmontar.
Los mitos están reñidos con la razón, lo cual es una mala noticia para los que creen en la Europa de las luces, una Europa que tiene mucho de cartesiana, pero que es cuestionada en estos tiempos de la derrota del pensamiento, en expresión de Alain Finkielkrauft, con tres décadas de existencia y que aún sigue vigente. No es extraño que este filósofo, ingresado recientemente en la Academia francesa, tenga que soportar insultos y descalificaciones, a los que responde con argumentos que sus interlocutores desprecian precisamente porque su “argumentario” solo es el de las emociones, y entre ellas aflora el antisemitismo dirigido contra Finkielkrauft.
Este tipo de actitudes está reñido con la idea de Europa, renacida en los años de la posguerra. Esa idea se basa, como ha recordado el politólogo Dominique Möisi en un reciente libro, en la reconciliación. Una reconciliación que pusiera fin a las continuas guerras civiles entre europeos de los últimos siglos, pero también a los conflictos internos de cada país. La cooperación y la solidaridad tendrían que ir ahora de la mano para apartar a los viejos fantasmas sembradores de pasiones y violencias. Si ahora esos fantasmas vuelven a la vida, sobrealimentados de mitos indigestos, solo puede ser por un desconocimiento o un olvido egoísta de la historia.
Möisi acuña otra frase acertada en su libro: “Sin jóvenes, no hay Europa”. Para algunos, Europa es una utopía muerta, aunque no tienen claro con qué pueden sustituirla. Su mundo es más pequeño, y quizás sea el resultado de unas sociedades carcomidas por la soledad y la ausencia de horizontes. No siempre es fácil enseñarles historia. Lo digo como profesor, pero no es imposible enseñarles a reflexionar, poner delante de ellos la sombra de la duda para que se atrevan a pensar y alimenten el deseo de saber más.
A esos jóvenes habría que recordarles, por ejemplo, que el Parlamento Europeo tiene 751 escaños, y que los partidos antieuropeístas, los mismos que no renuncian a morder la mano que les da de comer, difícilmente alcanzarán los doscientos escaños. Podrán gritar a izquierda y a derecha, visualizar las discrepancias, con o sin música, pero no podrán jugar un papel decisivo en el Parlamento. Familias políticas de diversas sensibilidades, aunque discrepen en bastantes aspectos ideológicos, lograrán un Parlamento que seguirá siendo mayoritariamente europeísta.
¿Prevalecerá la Europa de las luces, pese a todas sus sombras, aunque muchos jóvenes, y no pocos ancianos, no quieran creer en ella?