Kakistocracy now

Mundo · Gonzalo Mateos
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16 enero 2025
Las élites, hoy en día, tienen una visión del mundo y están mejor formados que nunca pero les pierde su interés particular, o los de su tribu, religión o facción política. Como ha dicho Fernando Vallespín ya sólo impera el lenguaje del poder.

Me interesan las palabras del año. Ponen nombre a lo que nos pasa. Oxford University Press, tras una votación entre más de treinta y siete mil personas ha elegido para este 2024 “brain rot” o esa sensación de podredumbre cerebral que se tiene después de pasar demasiado tiempo navegando en la red sin rumbo fijo y consumir demasiado material trivial o poco desafiante.

El diccionario Collins eligió «brat” que describe una actitud de descaro, desorden y vanidad, proclive a la fiesta y el desorden sin disculpas. Casi en sentido contrario la plataforma Dictionary.com ha elegido “demure” que describe a aquellas personas que en su manera de estar en el mundo se caracterizan por la corrección o el recato. Andamos desconcertados. Cambridge se ha decantado por la palabra “manifest” referida al proceso de conseguir metas mediante el dialogo interno positivo y la visualización de tus deseos sin culpa.

Pero la que más me ha sorprendido es la elegida por The Economist. No era fácil encontrar la palabra para describir lo nuevo de este año 2024 desde un punto de vista político. Pensaron primero que utilizando el sufijo griego –cracia cuadraría el término teatrocracia o “el gobierno de los que usan el teatro”, de los teatreros, de los que son habilidosos en avivar las emociones de la multitud para promover movimientos políticos. Pero siendo actual ya se había hecho vieja.

Se decantaron entonces por otra palabra más significativa en 2024: “kakistocracy”. A la vista de la elección de Donald Trump, y de sus nombramientos, muchos empezaron a preguntar en Google el sentido de lo que estaba pasando. Y así surgió el término caquistocracia: “el gobierno de los peores”. Se acuñó como un antónimo intencional de aristocracia que originalmente significa “el gobierno de los mejores”. Apenas se había utilizado antes, pero en seguida se empezó a difundir. Y a temer.

¿Son nuestros gobernantes tan ineptos como parecen? ¿es una ilusión producto de una sugestión propia o inducida o responde a la realidad? ¿está ocurriendo en otros órdenes además del político? ¿qué hacer al respecto?

La cuestión no es trivial, porque si hay un tema que obsesiona a la filosofía moderna ese es el del poder. La Ilustración trajo un problema de cambio de clases dirigentes. Intelectuales, comerciantes y burgueses tuvieron que asumir la tarea de sustituir en el poder a las vetustas élites estamentales con la responsabilidad y el orgullo de quien sabían estaban construyendo los pilares de un nuevo mundo.

Con la revolución tecnológica y antropológica de hoy se necesitaría algo parecido. Pero el problema es que son pocos los dispuestos a realizar el sacrificio que esto supone. El aumento generalizado del bienestar ha hecho desaparecer la tensión individual por asumir las responsabilidades del común. Y no es que haya pocos candidatos. La multiplicación de opciones formativas y de placeres disponibles han ampliado los márgenes de población con acceso a la buena vida, y, por tanto, a la posibilidad de sentir una llamada a construir algo nuevo al menos por agradecimiento.

Las actuales élites no se dejan definir ni identificar. Ya no es suficiente con la división tradicional entre pobres y ricos, entre ignorantes e ilustrados. Ahora esa minoría selecta parece estar más definida por una determinada forma de entender qué es una sociedad justa y cómo debe serlo en el futuro. En general creen que no deben nada a nadie y que no debería haber límite o control a su manera de vivir. Y para ello articulan todo un sistema de justificaciones con el fin de no darse por ni aludidos ni concernidos con los problemas generales.

Se ha producido una especie de desconexión referida a su responsabilidad con la convivencia social o con las consecuencias del desgobierno. Esta actitud y la opacidad en cuanto a su existencia son difícilmente compatibles con la democracia. No es que las élites que dirigen les falte de una visión del mundo o que necesiten estar mejor formados. Lo están más que nunca y lo tienen claro. Lo que quieren es llevar a cabo su interés particular, o los de su tribu, religión o facción política. En todas partes.

El efecto de esa percepción es el abandono de cualquier acción o valor relacionado con el sostenimiento del espacio público que no redunde en el interés propio.

En un principio, los mejores dejaron de acudir a las instituciones para ser reconocidos como tales. Algunos se ocultaron en grupúsculos cerrados, clubes exclusivos y conciliábulos ocultos, actuando con hipocresía desde la sombra. La política diaria se dejó a tecnócratas o a utópicos mediocres de distinto pelaje. Apenas entraban líderes nuevos. Cada vez los gobernantes tienen más edad, y menos empuje. La consecuencia inmediata ha sido la erosión de las democracias liberales a través del aislamiento ideológico, el uso de las guerras culturales y el discurso del odio para romper con aquello que está en la base de cualquier sistema social: una idea compartida del interés común.

Pero ahora se ha ido un poco más lejos. Ahora se va de cara. Lo que se ha denominado como la oligarquía descarada (no sólo la económica, también la cultural o religiosa). El riesgo del nuevo paradigma no es sólo que este acabe reducido al provecho y rédito de unos pocos, sino que esos pocos cambien desde el poder el concepto mismo de interés público, privatizándolo. Ya no hace falta recubrirlo con palabras biensonantes. Como escribía Fernando Vallespín recientemente: “huérfanos de principios compartidos de ética pública, ya solo impera el lenguaje del poder, sean cuales sean los ropajes con los que se recubra”.

Es el caso de personajes como Trump o Musk cuya finalidad declarada es dinamitar los pocos controles o límites que quedan en beneficio propio. La caquistocracia es el signo de modelo político que se ha vuelto frágil y vulnerable desde la base. Y así la posibilidad de opciones políticas moderadas, fuertes, participadas y diversas se va desmoronando a medida que los gobiernos, atacados por la manipulación informativa tecnológica, muestran su escasa capacidad para poder reunir en torno a ellos ideas, talento y motivación suficiente para hacer frente a la amenaza. Lo acabamos de ver en Francia, en Italia o en Austria. Y lo que te rondaré morena.

Así la Sociedad de la Lengua Alemana se ha decantado por la palabra “ampel-aus”: o «semáforo apagado» aludiendo al colapso de la coalición tripartita alemana entre socialdemócratas (rojos), los liberales (amarillos) y los ecologistas (verdes). Otra palabra candidata fue “rechtsdrift”, apuntando al claro giro a la derecha identitaria y xenófoba que se va imponiendo en los resultados de algunas de las elecciones más importantes en la Unión Europea y en Alemania este año.

La caquistocracia también tiene que ver con la palabra elegida en España por la fundación Fundéu: “dana”, sustantivo que se ha incorporado al Diccionario en su última actualización y que nos trae recuerdos del fango (otra de las palabras candidatas) con el que se anega nuestras instituciones comunes cuando no son capaces de trabajar juntas en la resolución de los problemas reales.

No sé cuáles serán las palabras del 2025, pero tendrá mucho que ver con lo que hagan y hagamos con los caquistócratas. Habrá que estar intelectualmente activos, “manifestados”, con el semáforo encendido para frenar a la dana oligárquica que se nos viene encima.

 


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