Hollande es español

España · José Andrés Gallego
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3 octubre 2013
En www.paginasdigital.es  se recogían hace unos días unas declaraciones de Massimo Borghesi sobre la “Carta de la laicidad en la escuela” aprobada recientemente en Francia. Y nada tengo que añadir. Si acaso, iría más lejos: respetarse todos mutuamente -en las convicciones religiosas y en todo lo demás- no se consigue prohibiendo la expresión de las convicciones propias (que es lo que se hace en la Carta francesa); se logra exigiendo el respeto a la libre expresión de las convicciones por parte de todos.

En www.paginasdigital.es  se recogían hace unos días unas declaraciones de Massimo Borghesi sobre la “Carta de la laicidad en la escuela” aprobada recientemente en Francia. Y nada tengo que añadir. Si acaso, iría más lejos: respetarse todos mutuamente -en las convicciones religiosas y en todo lo demás- no se consigue prohibiendo la expresión de las convicciones propias (que es lo que se hace en la Carta francesa); se logra exigiendo el respeto a la libre expresión de las convicciones por parte de todos. Es tan elemental que es de cajón y no requiere argüir sobre ello. Gabriel Albiac había escrito en ABC un artículo que fue el que dio pie a Borghesi para intervenir. Lo singular es que Gabriel Albiac veía continuidad entre la “laicidad positiva” propuesta por Sarkozy y la prohibición de expresar lo religioso que ha impuesto Hollande en las aulas francesas. Me sorprende porque lo sucedido es todo lo contrario: Hollande ha rechazado la propuesta de Sarkozy. Sarcozy habló del ideal de una laicidad “que dialogue, no una laicidad que excluya o denuncie”; en la Carta de la Laicidad en la escuela del Gobierno Hollande, lo que se dice es lo opuesto: que “ningún alumno podrá invocar una convicción religiosa o política para cuestionarle a un docente el derecho de tratar un tema en el programa” y que “llevar signos o indumentarias mediante las cuales expresen los alumnos ostensiblemente una pertenencia religiosa queda prohibido”. Gabriel Albiac concluye que “eso es la libertad”. No me parece así, sino precisamente lo contrario. Eso no supone imponer el respeto, sino el silencio (y el de los alumnos, no el de los profesores). Es lo contrario al diálogo y a la libertad que proponía Sarkozy. Es pura exclusión y está tan claro que lo que me pregunto no es cómo Gabriel Albiac -de quien tengo la mejor consideración- no lo ve así, sino algo más: por qué admira la coherencia que muestra todo eso (y que no existe) entre el planteamiento del conservador Sarkozy y el del socialista Hollande. “Lo de que un presidente tenga como misión primera la de destruir aquello que su predecesor hizo -comenta- es cosa tan específicamente española que fuera de nuestro provincianismo político da risa.”

La verdad es que el provincianismo político da risa en todas partes, también en Francia. Sarkozy tuvo una formación tan católica como la que tuvo el propio Hollande, educado también en un colegio religioso. Los dos son como tantos políticos españoles formados en colegios de frailes o de curas (o de monjas). Por ejemplo, Zapatero y Rajoy en las dominicas de León, según recuerdos del segundo. Lo que nunca diría un francés es que el provincianismo político es específicamente francés. Al revés: Sarkozy y Hollande coincidirían en que su propia contradicción -esta de ahora- es expresión de la libertad conquistada por los franceses desde 1789. También se engañarían a sí mismos (como se han engañado, por ejemplo, durante medio siglo sobre su heroico enfrentamiento a los nazis). Pero su coincidencia en “la grandeur de la France” les lleva a ser capaces incluso de engullir esta última verdad -y otras muy parecidas- y pasar página, dado que -claramente- no redunda en “la grandeur de la France”. No les envidio. Pero tampoco me complace el complejo de inferioridad que arrastramos los españoles desde hace siglos (quizás el XVII concretamente). Somos tan “inferiores” como los demás. Quizás, un poco menos provincianos, para bien y para mal. Somos capaces de reírnos de nosotros mismos y de nuestro provincianismo (y eso está bien), pero hasta el punto de que dejamos que los demás (que son tan provincianos o más) se rían de nosotros por eso. En todo caso, me quedo con los millares de españoles y de franceses a quienes lo uno y lo otro les ha importado un bledo -la “grandeur” de los unos y la “decadencia” de los vecinos- ante la tarea que implica y el gusto que proporciona pertenecer a la familia humana (digo la real, la de carne y hueso, no la entelequia inoperante y estéril en que se puede diluir y, con frecuencia, diluimos).

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