Helena o el mar del verano

Los cuatro hombres quedaron en pie frente a nosotros, se agacharon un poco, juntaron las cabezas y empezaron a cantar. Cantaban a cuatro voces, muy bien, y era una cosa triste, muy bonita (…). Tío Arturo escuchaba muy atento y yo miraba a Helena que tenía lágrimas en los ojos y se apretaba contra tío Arturo como con miedo. Los cantores abrían y cerraban la boca, se hinchaban y se deshinchaban, muy serios, como si estuvieran rezando, tenían los ojos perdidos como si miraran para adentro.
El relato de Julián Ayesta (1919-1996) nos habla del mundo y sus secretos, que poco a poco se dejan desvelar, aunque no todos. Justamente por eso es mundo y es bello. El mundo comienza a hacerse adulto ante los ojos de un niño que se asoma con curiosidad y ansia a cosas y a personas, y a ella. Los recuerdos se entremezclan con los sueños, los sueños con las realidades, las realidades con los deseos. Todo el relato es como una larga cadena de rostros, escenas y pensamientos, que aparecen y desaparecen con inocencia.
La adolescencia aparece así como el gran umbral que deja entrever el gusto del mundo (y sus disgustos), la conquista palmo a palmo de unos pequeños y grandes logros. Todo es importante y cada cosa ocupa un lugar preciso, a veces alborotado: las comidas, el tío Arturo, el humo de los puros, el Sporting, los cantos tristes y solemnes de los adultos, los remordimientos y escrúpulos, las risas, el mar del verano, y ella. En medio de todo ello el amor primero se hace hueco ordenando lo desordenado, desordenando lo ordenado.
Juntos y solos, andando juntos y solos entre el silencio del mundo y del mar y del mundo, andando andando. Y todo era como un gran arco y nosotros lo íbamos pasando y al otro lado estaba nuestro mundo y nuestro tiempo y nuestro sol y nuestra noche y estrellas y montes y pájaros y siempre…