Cartas desde la frontera / XXXII

Hacia él confluirán todas las naciones

Escrituras · IGNACIO CARBAJOSA
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12 junio 2023
Tal vez no nos demos cuenta, pero desde hace dos mil años la Iglesia integra en la unidad a diferentes razas y naciones. Esto era impensable en una época en la que la lógica de los Imperios veía prevalecer una nación sobre el resto.

Querido Pascual,

 

Tu último correo me ha recordado los años (tal vez tenía tu edad) en los que empecé a interesarme por la situación de la sociedad española y a preguntarme por el origen de la división tan acentuada que vivimos. Tu análisis es muy certero, como comprensible es tu tristeza por ver el odio al otro que rezuman muchas posiciones en la arena pública. Es verdad que el tiempo de Elecciones no ayuda, pero es también cierto que es el tiempo en el que sale a la luz lo que hay…

El pueblo elegido tampoco era un prodigio de unidad. En tiempos de Jesús los conflictos ligados a las diferentes pertenencias (saduceos, fariseos, celotas, esenios) estaban al orden del día, como puedes leer en los evangelios. Por no hablar de la política internacional de aquella época, que no contaba con unas Naciones Unidas para poner orden. La brutalidad de la mayoría de los Imperios con los pueblos sometidos no tiene parangón hoy. El mismo Israel vivió en su carne esa crueldad durante muchos periodos de su historia, y con diferentes imperios: con el asirio durante la toma de Samaría, con el babilónico durante la caída de Jerusalén, con el griego en tiempos de los Macabeos, con el romano con la destrucción de Jerusalén ya en época cristiana.

Precisamente por ello llama la atención el oráculo de salvación que vamos a estudiar hoy y que cerrará el ciclo que hemos dedicado a los profetas. Se trata de un anunció que Isaías lanza hacia el futuro, como algo que sucederá realmente (no se trata de un mero sueño o deseo) cuando se cumpla la novedad a la que apuntan todas promesas que hemos visto hasta ahora (especialmente la alianza nueva de Jeremías y el corazón y espíritu nuevos de Ezequiel). Digo que llama la atención este oráculo porque anuncia una unidad de todas las naciones en torno a Jerusalén que en aquella época (siglo VIII a.C.) podía sonar a chiste, o peor aún, a tomadura de pelo:

“Visión de Isaías, hijo de Amós, acerca de Judá y de Jerusalén.

En los días futuros estará firme

el monte de la casa del Señor,

en la cumbre de las montañas,

más elevado que las colinas.

Hacia él confluirán todas las naciones,

caminarán pueblos numerosos y dirán:

«Venid, subamos al monte del Señor,

a la casa del Dios de Jacob.

Él nos instruirá en sus caminos

y marcharemos por sus sendas;

porque de Sión saldrá la ley,

la palabra del Señor de Jerusalén»” (Is 2,1-3).

Se trata de una visión del profeta, es decir, una revelación de algo que sucederá en el futuro. Dado que es una visión, tenemos que imaginarnos la escena. Necesitaremos algo de efectos especiales, sobre todo para levantar el modesto monte (900 mt) de Jerusalén, sobre el que se asienta la casa del Señor (es decir, el templo), por encima de la cumbre de las montañas (el Monte Hermón, que Israel conoce, tiene casi 3000 mt). Es importante remarcar que ese monte será ensalzado por encima de las montañas más altas en función del templo que sobre él se alza, es decir, en función de la morada de Dios entre los hombres. No se trata, por tanto, como se comprobará más adelante, de una promesa de supremacía de la dinastía davídica por encima del resto de las naciones.

La siguiente imagen a recrear es la más novedosa: todos los pueblos y naciones del orbe confluyen en torno a Jerusalén. ¡¿Cómo será posible?! Judá y Jerusalén son un territorio minúsculo sin papel alguno en el concierto de las naciones, ¿qué hará que las naciones se congreguen allí? En realidad, el mismo oráculo responde dando voz a esas naciones que confluyen: “Venid, subamos al monte del Señor (…), Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas”. Lo que el Señor hace con Israel (instruirle en sus caminos) y lo que Israel es llamado a hacer con Dios (marchar por sus sendas) es lo que ahora se dice de la relación entre el Señor y el resto de las naciones.

Isaías es, de hecho, el gran profeta que proclama la universalidad de la salvación, y este oráculo es un ejemplo evidente. Abrahán fue elegido para que todas las naciones fueran bendecidas en él. De Abrahán nació un pueblo numeroso no para regir el mundo sino para que de él naciera el salvador de todo el mundo. Y precisamente este oráculo profetiza ese salvador que saldrá de Jerusalén y que reunirá en torno a él todas las naciones.

En efecto, el movimiento centrípeto de las naciones que confluyen hacia el centro que es Jerusalén, responde a un movimiento centrífugo que sale de Jerusalén para ir al encuentro de las naciones: “de Sión saldrá la ley, la palabra del Señor de Jerusalén”. ¿Qué forma tendrá esa ley, esa palabra del Señor, para atraer a todas las naciones? El apóstol Juan, testigo privilegiado del cumplimiento de este oráculo, nos lo dice en el prólogo a su evangelio: la palabra de Dios se hizo carne y acampó entre nosotros. Este mismo discípulo acompañó a Jesús cuando salió literalmente de la ciudad de Jerusalén, con la cruz a cuestas, para atraer a sí a todas las naciones.

La forma humana de esa ley o palabra del Señor se confirma en la continuación del oráculo de Isaías:

“Juzgará entre las naciones,

será árbitro de pueblos numerosos.

De las espadas forjarán arados,

de las lanzas, podaderas.

No alzará la espada pueblo contra pueblo,

no se adiestrarán para la guerra.

Casa de Jacob,

venid; caminemos a la luz del Señor” (Is 2,4-5)

El que tiene que venir (¡el que ya llegó, diría Juan!) será juez y árbitro entre las naciones. No basta una ley escrita en papel (por muy justa que sea) para poner orden entre las naciones. Lo hemos visto en el siglo XX y lo seguimos viendo en este siglo XXI: el derecho internacional se ha desarrollado como nunca… y las guerras han crecido como siempre (o más). Necesitamos un Salvador que hasta tal punto abrace nuestra exigencia de felicidad, perdone nuestro mal y sane nuestras heridas, que no necesitemos ya hacer la guerra al vecino.

La sorprendente profecía de que las armas para batallar se convertirán en instrumentos para labrar y que los pueblos ya no se harán la guerra, se ha cumplido en primer lugar en la Iglesia. Tal vez no nos demos cuenta, pero desde hace dos mil años la Iglesia integra en la unidad a diferentes razas y naciones. Esto era impensable en una época en la que la lógica de los Imperios veía prevalecer una nación sobre el resto.

Cuando te aflijas por la situación de nuestra sociedad piensa en el apóstol Pedro desembarcando en Roma. ¿Quién era él, un pescador galileo, frente a todo un Imperio, uno de los más grandes que ha visto la historia? Sin embargo, él llevaba consigo la semilla de la paz que siglos más tarde geminaría en toda Europa y alcanzaría otras tierras lejanas. Es ya un hecho, no una profecía para el futuro. Pero a cada generación se le aplica lo que dice el final del oráculo: “Casa de Jacob, venid; caminemos a la luz del Señor”. Dicho de otro modo, cada generación, y cada persona en ella, está llamada a seguir al Señor para que la paz y la unidad deseadas sean un hecho presente y visible.

Por cierto, algún año tenemos que ir juntos a Tierra Santa. Siempre que llego a Jerusalén, en una nueva peregrinación, me acuerdo del oráculo de Isaías. De hecho, desde hace siglos, todas las naciones confluyen en torno a la ciudad santa: ¡un variopinto espectáculo de razas y pueblos! Allí nació nuestra paz, pues como diría San Pablo de Cristo: “Él es nuestra Paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad” (Ef 2,14).

 

Un abrazo

 

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