Habitar nuestro tiempo

Carrón · IGNACIO CARBAJOSA
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9 junio 2024
Recientemente, el Papa Francisco nos animaba a «habitar nuestro tiempo» otra feliz expresión para invitarnos a verificar la propuesta cristiana más allá de los muros protegidos de nuestras iglesias. Esta misma expresión da título a un libro que acaba de publicar la editorial Rizzoli titulado "Abitare il nostro tempo. Vivere senza paura nell’età dell’incertezza".

«Pero el Hijo del Hombre, cuando venga, ¿encontrará fe en la tierra?». Esta dramática pregunta de Cristo ha resonado en todas las generaciones desde que fue pronunciada hace dos mil años. El mundo en el que Cristo entró con una palabra salvadora cambia constantemente de forma. Cada cambio es un desafío para la fe y para el pueblo de Dios que la transmite en la historia: ¿seguirá siendo la fe un acontecimiento nuevo, atractivo y salvador en un mundo cambiante? ¿O más bien se verá arrastrada por las estructuras caducas a las que se ha vinculado? Este drama se ha repetido una y otra vez en la historia: con el acontecimiento de la paz constantiniana, en el siglo IV, con la caída del Imperio romano, un siglo más tarde, con la construcción de una civilización católica, durante la Edad Media, con la llegada de la edad moderna y el hundimiento del ideal cristiano, con la Reforma protestante, con el modernismo a finales del siglo XIX y principios del XX…

Se ha convertido en un lugar común decir que hoy nos enfrentamos a un cambio de época, caracterizado por el desmoronamiento de las evidencias que han sostenido nuestra civilización desde la Ilustración: valores y certezas compartidos por todos más allá de ideologías o religiones. Una vez más, la Iglesia se encuentra en una encrucijada histórica: la defensa de una civilización que se derrumba, con sus (justos) valores, o un nuevo impulso para abrazar los deseos desnortados y las heridas de los hombres y mujeres del nuevo tiempo que está surgiendo.

El Papa Francisco comprendió enseguida el desafío y acuñó expresiones verdaderamente eficaces para poner en juego la libertad de los cristianos: nos llamó a ser una Iglesia en salida y a convertirnos en un hospital de campaña en medio de este mundo tan lleno de heridas. No se puede dar por descontado  que la Iglesia en sus instituciones y los católicos sigan realmente al Papa en estas intuiciones (más allá de las palabras, siempre infladas, en la retórica clerical habitual). Seguir, en este caso, implica compartir un juicio sobre el papel de la Iglesia en la coyuntura histórica y, antes que eso, un juicio claro sobre lo que estamos viviendo. El propio Papa ha denunciado la tentación de la Iglesia en este tiempo vertiginoso: encerrarse en sí misma, en una especie de autoocupación, de autorreferencialidad.

Recientemente, el Papa Francisco nos animaba a «habitar nuestro tiempo» (Audiencia general, 8 de noviembre de 2023), otra feliz expresión para invitarnos a verificar la propuesta cristiana más allá de los muros protegidos de nuestras iglesias. Esta misma expresión da título al diálogo entre tres grandes protagonistas de nuestro tiempo, Julián Carrón, Charles Taylor y Rowan Williams, que ha sido recogido en un libro que acaba de publicar, en italiano la editorial Rizzoli (Abitare il nostro tempo. Vivere senza paura nell’età dell’incertezza, editado por Alessandra Gerolin).

El primero de los interlocutores, Carrón, lideró el movimiento católico (Comunión y Liberación) precisamente en los años en los que el cambio de época estaba emergiendo y tomando forma (2005-2021). Fue uno de los primeros en identificar el fenómeno y aceptar el reto que representaba para la fe. Su obra La belleza desarmada (2015) sigue siendo uno de los análisis más lúcidos del tiempo que vivimos y de la oportunidad que este tiempo representa para la fe.

Charles Taylor, por su parte, es probablemente la voz más autorizada para hablar del papel de la religión en los Estados modernos y del fenómeno de la secularización o, como él prefiere llamarlo, de la era secular (invirtiendo la perspectiva confesional del término). Por último, Rowan Williams, arzobispo de Canterbury de 2002 a 2012, representa en la Iglesia anglicana lo que el Papa Francisco ha representado en la Iglesia católica: un soplo de aire fresco. En un país (Reino Unido) donde la religión corre el riesgo de convertirse en la cortesana del poder, la personalidad de Williams y su comprensión nueva y original de la fe en circunstancias cambiantes, ha permitido a muchos redescubrir el atractivo del cristianismo.

En un diálogo ágil, entretejido de experiencias personales, los tres interlocutores pasan revista a los grandes desafíos de nuestro tiempo. No tienen miedo, es más, podría decirse que miran con curiosidad y «simpatía» lo que representan para la fe de hoy los grandes cambios en curso. Como ejemplo, bastaría citar las respuestas de cada uno de los ponentes a la pregunta final: «¿Cuál debe ser nuestra posición ante la secularización?».

Taylor habla de una época «estimulante», «una invitación a crecer en la fe», «a penetrar en ciertas realidades en las que antes no podíamos entrar adecuadamente» (135). Carrón habla de una «oportunidad» que «está llamando a todos a una mayor conciencia de la naturaleza del ser humano» y de «la verdadera naturaleza del cristianismo» (136). De forma paradójica, Williams recoge las aportaciones de sus interlocutores y parece «ir más allá», cuando en realidad va al fondo de su significado: «Creo que vivir en la era secular es una vocación. Es una llamada de Dios y, por tanto, un don. Si lo consideramos una derrota, pensamos que hay una lucha cuyo resultado dependería únicamente de nosotros. Si lo vemos sólo como un desafío, es posible que no comprendamos plenamente que es Dios quien nos espera y se relaciona con nosotros a través de esta situación. Si lo vemos sólo como una oportunidad, quizá no lo veamos como algo que nos ha sido «dado»: cuando, en cambio, hablamos de ello como una llamada de Dios, nos damos cuenta de que las circunstancias de hoy son un don de Dios» (138).

Detrás de esta visión positiva, ¿hay acaso un impulso voluntarista que renuncia a juzgar lo que realmente traen consigo las nuevas circunstancias? En absoluto. El diálogo se abre precisamente con un ejercicio de juicio sobre lo que ocurre hoy. En efecto, cualquier posición ante el cambio de época que quiera ser duradera en el tiempo no puede prescindir de un juicio que la sustente. Un primer juicio se refiere a un aspecto positivo del final de un período, el de la cristiandad, que, de hecho, ya no existe. Según Taylor, vivimos «en una época en la que, a diferencia de lo que ocurría durante la cristiandad, todo el mundo tiene la libertad de emprender una búsqueda espiritual profunda» (18). Frente a las aparentes certezas de un tiempo dominado  por la visión cristiana del mundo y de la vida, «la crisis actual», dice Carrón, «paradójicamente está haciendo emerger con mayor claridad nuestra humanidad», es más, las preguntas que nos asaltan en la crisis actual, «barren tantas convicciones que a menudo creemos sostener adecuadamente y nos introducen en nuevos descubrimientos» (21).

En este nuevo escenario, el deseo de «una compañía» no se ve mortificado por el hundimiento de la civilización cristiana. Al contrario, «hoy el hecho extraordinario», reitera Taylor, «es que diferentes individuos, en diferentes momentos, se ven atraídos por la revelación cristiana y quieren profundizar, experimentando inmediatamente un sentimiento de afinidad, una necesidad de relación con otras personas que están  realizando un viaje similar, pero no necesariamente dentro del ámbito cristiano. A veces, el itinerario también puede tener lugar en un contexto ateo» (31). Como les ocurrió a los discípulos de Jesús en los primeros tiempos, hoy se multiplican las posibilidades de encuentro con «compañeros de camino hacia el destino» (en palabras de Carrón) entre las muchas personas que, a veces perdidas, buscan sentido a sus vidas.

Ciertamente, esta visión de lo que está ocurriendo en los últimos 15-20 años no es compartida por todos, ni siquiera entre los cristianos. Taylor considera que hay que evitar dos actitudes que sostienen, respectivamente, los «cristianos muy conservadores» y los «ateos militantes». Dejemos hablar a Taylor porque su observación es muy aguda: «Ambos bandos han sido hipnotizados por una visión equivocada. Los creyentes afirman que alejándose de una sociedad cristiana, todo irá mal porque la gente vivirá una existencia completamente sin dirección. Los ateos militantes van por ahí exultantes: “¡hurra, hurra! Cada vez hay más personas que huyen de la Iglesia. Esto significa que se alejan totalmente de la religión”. Y ninguna de las dos partes puede ver el extraordinario cambio de pensamiento que he descrito antes. Es un cambio que se está produciendo en muchas personas de muy diverso tipo, que ahora se consideran ‘buscadores’ espirituales» (51).

Incluso un hombre «de Iglesia», como el obispo Williams, afirma que «los cristianos corren el peligro de utilizar la tradición como arma». Como hombre que ha tenido que mantener y transmitir la tradición como parte de su ministerio, añade: «Quiero expresar un sentimiento de simpatía por aquellos que desean recuperar la tradición, pero también quiero denunciar el peligro de hacerla tan autorreferencial que ya no se viva».

En el centro de esta posición está el papel de la libertad en la fe. Así lo expresa Taylor: «Debemos aprender a vivir sin la cristiandad  y debemos pensar en este cambio no como la pérdida de una forma maravillosa de existir, sino más bien como la ganancia de una forma mucho más sana de existir, en la que podemos volver de nuevo al papel central de la libertad» (58). Desde luego, Taylor no hace afirmaciones gratuitas:  él mismo experimentó de primera mano el peligro de que una rica tradición católica, como la de la Iglesia de Quebec, se volviera «autoritaria», «dando órdenes a la gente», lo que provocó que en los años sesenta hubiera «una rebelión», por la que «mucha gente se marchó y no quiso saber nada más de la Iglesia» (71).

De hecho, precisa Carrón, «la Iglesia ha recorrido un largo camino para reconocer que no hay otro modo de comunicar la verdad que a través de la libertad. En consecuencia, se trata de comprender qué puede desafiar la libertad, el deseo de plenitud y la expectativa que todos llevamos dentro» (59). No sólo Canadá, también España ha experimentado las consecuencias de una Iglesia excesivamente moralista y autoritaria, que a partir de la segunda mitad del siglo XIX «perdió», primero el movimiento obrero, luego la ciencia, la cultura y finalmente, en los años 60-70 del pasado siglo, a los jóvenes.

Llegados a este punto, conviene aclarar, para que no se malinterprete el diálogo que este libro nos ofrece, que los interlocutores no pretenden proponer ni prejuzgar opciones políticas o soluciones técnicas a los numerosos problemas que el cambio radical provoca en nuestro mundo. Lo que está en juego, más allá de las propuestas que haya que arriesgar sobre problemas concretos, es si hoy es posible que la propuesta cristiana salga al encuentro, como hace dos mil años, del corazón perdido y del sufrimiento de tantas personas en esta época de incertidumbre. El encuentro de Jesús con la samaritana o con el publicano Zaqueo quedará para siempre como paradigmático del abrazo (¡transformador!) de Dios a la debilidad humana.

El origen mismo del diálogo entre Carrón, Taylor y Williams es un maravilloso ejemplo de la fecundidad de esa apertura que recuerdan los interlocutores. En las páginas centrales del libro (67-76), el teólogo español, el filósofo canadiense y el obispo anglicano nos cuentan los acontecimientos personales que marcaron su historia y les permitieron comprender y aceptar el desafío de los nuevos tiempos. «La relación entre nosotros», comenta Carrón, «fue un acontecimiento imprevisto. Unas circunstancias aparentemente azarosas nos unieron. Lo más interesante es que, aunque no pasamos mucho tiempo juntos, nos encontramos, experimentando una armonía única (…). El resultado de nuestras conversaciones fue, de hecho, una sorprendente armonía que generó una inevitable simpatía entre nosotros» (68).

Las palabras de Carrón parecen hacerse eco de las de don Luigi Giussani en 1980, precisamente en una conversación con el dramaturgo Giovanni Testori, un diálogo ciertamente «fronterizo» para su época: «No puedo encontrar otro índice de esperanza si no es la multiplicación de estas personas que son presencias. La multiplicación de estas personas; y una inevitable simpatía […] entre estas personas». Don Giussani era profético, porque ciertamente este diálogo a tres, fundado en la simpatía mutua, representa la esperanza para nuestro mundo. ¡Que estas relaciones y diálogos se multipliquen!


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