Evangelio y transformación social

Mundo · José Luis Restán
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28 abril 2015
Tras un laborioso proceso de debate y redacción, esta semana ha visto la luz la Instrucción Pastoral de la Conferencia Episcopal “Iglesia, servidora de los pobres”, que condensa y aquilata la mirada de los obispos españoles sobre este momento histórico marcado por las heridas de la crisis económica, por la gran frustración que ha generado en nuestro pueblo el fenómeno de la corrupción y por el riesgo de que podamos dilapidar el patrimonio de moral de la Transición.

Tras un laborioso proceso de debate y redacción, esta semana ha visto la luz la Instrucción Pastoral de la Conferencia Episcopal “Iglesia, servidora de los pobres”, que condensa y aquilata la mirada de los obispos españoles sobre este momento histórico marcado por las heridas de la crisis económica, por la gran frustración que ha generado en nuestro pueblo el fenómeno de la corrupción y por el riesgo de que podamos dilapidar el patrimonio de moral de la Transición.

Es importante destacar que este documento no surge de la nada, sino que recoge y madura una reflexión que los obispos llevan compartiendo varios años, y que ha sido expresada (aunque de forma fragmentaria) en diversas notas y declaraciones. Es falso decir que los obispos han guardado silencio durante los años de plomo de la crisis, como es completamente erróneo ver en esta Instrucción Pastoral una ruptura con las posiciones precedentes del episcopado. Basta echar un vistazo a la Declaración de la Comisión Permanente de octubre de 2012, titulada “Ante la crisis, solidaridad” para comprobarlo. Una vez más, la clave es la renovación en la continuidad.

El diagnóstico central del documento ahora publicado, radica en la afirmación de que el empobrecimiento espiritual es el que determina las diversas pobrezas que golpean a nuestra sociedad. Y en esto la continuidad es total. Los obispos no han dejado de repetir todos estos años que la raíz de la crisis es antropológica, es decir: cultural, moral y espiritual. En “Iglesia, servidora de los pobres” lo formulan de este modo: “Como pastores de la Iglesia pensamos que, por encima de la pobreza material, hay otra menos visible, pero más honda, que afecta a muchos en nuestro tiempo y que trae consigo serias consecuencias personales y sociales. La indiferencia religiosa, el olvido de Dios, la ligereza con que se cuestiona su existencia, la despreocupación por las cuestiones fundamentales sobre el origen y destino trascendente del ser humano no dejan de tener influencia en el talante personal y en el comportamiento moral y social del individuo”. Los obispos citan al gran Henri De Lubac para recordar que “el hombre puede organizar la tierra sin Dios, pero, al fin y al cabo, sin Dios no puede menos de organizarla contra el hombre”.

Evidentemente se trata de un documento de marcado perfil social, y aborda la cuestión de las nuevas pobrezas y su rostro concreto: jóvenes que no logran insertarse en el mercado laboral, parados de larga duración, mujeres solas, inmigrantes (pobres entre los pobres). Se denuncia “la cultura del aquí y ahora” y de la omnipotencia de la técnica y se reclama la recuperación de la dimensión ética de la economía. Será difícil que alguien encuentre en todo esto una ruptura con los juicios precedentes del episcopado. Por supuesto, se cuestiona (como siempre ha hecho la Doctrina Social de la Iglesia) que el mero crecimiento económico asegure la cohesión social y la dignidad de las personas. Se condena la idolatría de los mecanismos financieros y la autosuficiencia del mercado, y se da voz al justo reclamo de una política social que coloque en el centro a los más débiles. Pero lejos de cualquier ilusión estatalista, los obispos convocan a la sociedad civil (en la que los católicos y sus organizaciones son llamados a jugar un papel protagonista) a una tarea de construcción y regeneración, con el horizonte de ese concepto tan clásico de la tradición cristiana, tan olvidado hoy en el discurso político, que es el “bien común”. Ahí se enmarca su invitación a lograr un “Pacto social contra la pobreza”, que va mucho más allá de un mero acuerdo político.

Para mayor ilustración, el presidente de la Comisión de Pastoral Social, Mons. Juan José Omella, alertaba en COPE sobre los riesgos de confiar a “papá Estado” la solución de todos los problemas, así como denunciaba los efectos paralizantes de una cierta cultura del subsidio. Por el contrario este documento incluye un enérgico reclamo a despertar las energías adormecidas de la sociedad y de la propia comunidad eclesial, con especial hincapié en la capacidad transformadora de la evangelización: “Los problemas sociales… derivan de la ausencia de un verdadero humanismo que permita al hombre hallarse a sí mismo, asumiendo los valores espirituales superiores del amor, de la amistad, de la oración y de la contemplación. Por eso la proclamación del Evangelio, fermento de libertad y de fraternidad, ha ido acompañado siempre de la promoción humana y social de aquellos a los que se anuncia. El Evangelio afecta al hombre entero, lo interpela en todas sus estructuras: personales, económicas y sociales. Entre la evangelización y la promoción humana existen lazos muy fuertes. La evangelización… tiene una clara implicación social”.                

También es importante que los obispos hayan querido situar dentro de este reclamo a la regeneración social, la cuestión de la promoción de la familia y la defensa de la vida como  bienes sociales fundamentales. En este sentido recuerdan, con el Papa Francisco, “que no hay una verdadera promoción del bien común ni un verdadero desarrollo del hombre cuando se ignoran los pilares fundamentales que sostienen una nación, sus bienes inmateriales, como lo son la vida y la familia”.

Es cierto que muchos obispos sentían desde hace tiempo la urgencia de publicar un documento amplio y articulado sobre los desafíos de todo tipo que ha planteado el vendaval de la crisis. “Iglesia, servidora de los pobres” responde a esa necesidad sentida, pero es importante destacar que se coloca en la misma línea de documentos anteriores que han ido acompañando y jalonando el devenir histórico de la sociedad española. En 2006, cuando la crisis económica ni siquiera era presentida, vio la luz “Orientaciones Morales para la actual situación de España”, que afrontaba la pérdida de calidad de nuestra democracia (con el fenómeno de la corrupción entre otros), el riesgo de un laicismo que rompía los grandes consensos de la Transición y la espinosa cuestión de los nacionalismos. Es innegable que las coordenadas históricas han cambiado, pero hay una línea de fondo perfectamente identificable: sólo la generación de un sujeto personal y social, consciente del valor y significado de la vida, puede sostener una convivencia civil en paz y libertad, que se haga cargo de los más débiles y que evite la exclusión de cualquier tipo.

Por eso, decir que con este documento los obispos se desmarcan clamorosamente de las políticas de un determinado partido (en este caso el PP) no tiene ningún sentido. Los obispos han demostrado su independencia a lo largo de nuestra historia democrática arrostrando el riesgo de incomodar a unos y a otros, a los partidos, a los gobiernos y a la propia opinión pública, cuando estaba en juego la verdad que se sentían llamados a defender. No hace falta ser un lince, ni tener memoria de elefante, para hacer la lista de los pronunciamientos episcopales sobre migraciones, matrimonio, defensa de la vida, desempleo, desahucios, etc… que no han sido precisamente complacientes con el actual partido en el Gobierno. Pero es curioso que cuando se insiste en criticar una supuesta inclinación a la batalla política de anteriores periodos de la CEE, se pretenda ahora subrayar una crítica ácida y global al actual Ejecutivo, que simplemente no existe. Al final, la gran cuestión para la Iglesia en España no es otra que la misión, sean tirios o troyanos quienes habiten en Moncloa. No tenemos oro ni plata, sólo la novedad que hace surgir el Evangelio. Y esa es buena para todos.        

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