El muro y el espectáculo de luces que oculta la política USA

Mundo · Robi Ronza
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12 noviembre 2014
El dramático vacío de una época mucho más capaz de festejar que de reflexionar, donde los medios se comunican cada vez más a sí mismos en vez de los que dicen comunicar, ha salido a la luz de forma clamorosa en el 25 aniversario de la caída del muro de Berlín.

El dramático vacío de una época mucho más capaz de festejar que de reflexionar, donde los medios se comunican cada vez más a sí mismos en vez de los que dicen comunicar, ha salido a la luz de forma clamorosa en el 25 aniversario de la caída del muro de Berlín.

Parece que hasta la caída del muro como tal, hace veinticinco años, se hubiera retrasado un par de días para dar a la Alemania de Helmut Kohl y a los medios la ocasión de cubrirla mejor. Con la ayuda de expertos autores y realizadores de celebraciones espectaculares, el aniversario se ha convertido en algo parecido a las fiestas inaugurales de las Olimpiadas, que luego las grandes cadenas televisivas internacionales proceden a ampliar y reiterar desde todos los rincones del planeta.

El evento se convierte así en espectáculo en sí mismo, y no al contrario, como un evento del calibre que debería ser, como una circunstancia para volver a reflexionar sobre el hecho conmemorado y sus consecuencias en el presente. Se ha perdido así la ocasión para debatir sobre los motivos por los que hoy, veinticinco años después de aquel hecho y del fin de la guerra fría, nos encontramos como nos encontramos. La guerra fría fue eso, “fría”, pero solo en el punto central de su escenario, no en sus márgenes. Basta pensar en el sureste asiático, en Oriente Medio, en América central, etc.

Aparte de esa característica, que salvó a Europa de la tragedia de otro conflicto continental, la guerra fría fue una guerra a todos los efectos. Y no menos que las dos guerras mundiales que la habían precedido, también terminó con la victoria de una parte y la derrota de la otra, con todos los desequilibrios consecuentes. Como la primera guerra mundial terminó con el desmoronamiento de los imperios alemán, austro-húngaro y otomano, también la guerra fría terminó con el desmoronamiento del último de los imperios europeos, el zarista, que con el traje y nombre nuevos de la Unión Soviética sobrevivió a todos los demás.

Hasta entonces nadie puso nunca en discusión que a un gran conflicto debe seguir una conferencia de paz para definir y establecer los nuevos equilibrios, y por tanto crear las condiciones para una recuperación no ruinosa de las relaciones entre vencedores y vencidos. Pero al final de la guerra fría no sucedió nada parecido, pues a ello se opusieron firmemente los Estados Unidos. Washington rechazó la propuesta que en ese sentido le hizo Gorbachov, animando así a sus aliados a que hicieran lo mismo. A diferencia de lo que hicieron al terminar el segundo conflicto mundial, no pusieron a disposición de los vencidos ningún plan Marshall. Y en vez de una conferencia de paz, ofrecieron como único elemento de estabilización la entrada en la OTAN de los países de la Europa oriental que ya eran miembros del pacto de Varsovia.

Los que consigan ver la realidad de las cosas e ir más allá de las grandes campañas pan-mediáticas de la organización del consenso internacional, donde Washington destaca, podrán captar sin esfuerzo la esencia crudamente agresiva de tal política: no se pone remedio a la inestabilidad que un gran conflicto deja tras de sí, sino que se tiende a hacerla crónica. Se trata por otro lado del mayor caso de aplicación de una filosofía de las relaciones internacionales que caracteriza a los Estados Unidos desde hace más de sesenta años. Los últimos tratados de paz que EE.UU firmó y dejó que otros firmaran son los que pusieron fin a la segunda guerra mundial. A partir de ahí han hecho o permitido otras guerra, sin declararlas nunca ni concluirlas o dejar que se concluyeran con tratados de paz.

Si comparamos los 25 años que siguieron al fin de la segunda guerra mundial con los 25 años que han seguido a la caída del muro de Berlín, vemos claramente la relevancia de las respectivas consecuencias de estas dos filosofías distintas en las relaciones internacionales, y quién paga la cuenta. Después del lanzamiento de globos, de las fanfarrias, del “Himno de la alegría” de Beethoven y de los conciertos de las grandes estrellas del rock, también sería bueno empezar a pensar en esto.

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