El científico metido a teólogo

Sociedad · José Luis Restán
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25 septiembre 2008
Stephen Hawking ha recalado en Santiago de Compostela, y en un lugar donde tantos hombres y mujeres buscan desde hace siglos la respuesta a los interrogantes y exigencias fundamentales de su existencia ha formulado una sentencia tan pretenciosa como ramplona: según él, la ciencia está a punto de responder a todas las preguntas que hasta ahora habían sido dominio de las religiones. "Queda ya poco espacio para los milagros y para Dios", sentencia el científico metido a teólogo.

Hay un primer error de bulto que extraña en alguien tan inteligente como Hawking: la idea de que la pretensión de las religiones ha sido responder a las preguntas sobre el cómo de la creación del mundo. Por lo que se refiere al cristianismo, ha sido precisamente en el ámbito de la fe vivida donde se ha sentido la urgencia de investigar y comprender con los instrumentos de la razón, la estructura y la dinámica de la realidad creada. La fe no pretendía responder a esos interrogantes (por el contrario urgía a desplegar la inteligencia de los científicos) sino que ofrecía una respuesta a las preguntas, exigencias y deseos que constituyen radicalmente lo humano. El teorema de Pitágoras, la constitución de la Vía Láctea o la estructura genética del guisante han sido hallazgos de esa ciencia que penetra continuamente en la realidad, pero no responden a la exigencia de sentido con la que nace todo hombre (Hawking incluido), ni a la pregunta por el amor, el dolor o la muerte. Ciertamente el esfuerzo de la ciencia responde al ímpetu de la razón humana, pero no lo agota, porque ésta plantea cuestiones que desbordan el ámbito del conocimiento que puede alcanzar la ciencia.         

Con razón se ha fustigado la pretensión de algunos eclesiásticos de convertir la Biblia en un libro de ciencias naturales, pero no menos patética es la figura del científico que pretende derivar de su ciencia el significado de la vida humana, que no puede ser escrutada simplemente con el telescopio o el microscopio. Al contrario de lo que piensa Hawking, el sorprendente desarrollo de la ciencia no ha restado un milímetro de espacio a la pregunta por el Misterio, más aún, como afirmaba su admirado Einstein, la hace aún más acuciante. ¿Qué es la vida, qué es el amor, qué es la muerte, por qué merece la pena construir y sufrir? Es tremenda la pretensión de hacer irrelevantes estas preguntas, como es ridícula la idea de que los hombres alcanzarán la felicidad y la plenitud que ansían una vez que se aclare el big-bang o se desentrañe la última incógnita del genoma humano. La "salida" de Hawking, uno de los científicos más mediáticos del momento, pone de manifiesto la urgencia de ensanchar la razón, como pedía Benedicto XVI en Ratisbona, y muestra el peligro de una ciencia autosuficiente que desprecia las grandes cuestiones a las que desde siempre se han dedicado la filosofía y la teología. La propia ciencia, con su fulgurante desarrollo, está planteándonos preguntas que exceden su propio método. Eludir esto se traduce en una brutal reducción de todo lo humano.

Otro hombre que miraba a las estrellas, el pastor errante de Asia en la célebre poesía de Leopardi, se preguntaba: "cuando miro en el cielo arder las estrellas, me digo pensativo: ¿para qué tantas luces? ¿Qué hace el aire sin fin, y esa profunda, infinita serenidad? ¿Qué significa esta soledad inmensa? ¿Y yo, qué soy?".

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