El atribulado bolsillo de los argentinos

Mundo · Horacio Morel, Buenos Aires
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12 febrero 2013
Desde hace tres años ya el inocultable proceso inflacionario que padece la economía preocupa seriamente a los argentinos, al tiempo que el gobierno no puede ya disimular sus consecuencias.

La presidenta Cristina Fernández de Kirchner siempre se jactó que la crisis financiera internacional no haya alcanzado a la economía argentina, pero es un dato que el país ya no crece al ritmo que lo hacía en época del gobierno de su marido extinto e, incluso, durante el primer tramo de su primer mandato.  Las previsiones de crecimiento para el 2013 son de apenas un 3% del PBI, y según los analistas económicos, tal performance depende de una buena cosecha y del "arrastre" que una recuperación económica brasileña provocaría favoreciendo a la Argentina.

Entretanto, la población asiste a un alza de precios que se acelera sin pausa, castigando el poder adquisitivo de la moneda, a un nivel aproximado de entre el 20 y el 25% anual.  La imposibilidad de fijar con exactitud el índice de precios al consumidor proviene de la conducta pertinazmente ideológica con la que el gobierno afrontó desde un comienzo la cuestión: en vez de admitir la existencia del proceso inflacionario, optó por intervenir el Instituto de Estadísticas y Censos y manipular la medición de los precios, de modo que el otrora prestigioso INDEC informa una inflación anual del 10%, índice que provoca risa y que no supera ningún test de convalidación.  No satisfecho con la maniobra, el gobierno llegó incluso a sancionar con severas multas a las consultoras privadas que osaran dar a conocer índices diferentes, al punto que reconocidas ONG vinculadas a la defensa de los derechos de los consumidores abandonaron sin más la publicación de dichos índices, bajo la amenaza de perder su personería jurídica.  Muchos señalaron inicialmente que la "avivada" del gobierno al manipular los índices de precios respondían a una picardía por la que evitaba -de ese modo- pagar mayores intereses de deuda pública atada a los índices inflacionarios.  Pero la distorsión es tal que a esta altura el gobierno no puede justificar por qué si la inflación es "apenas" del 10% anual homologa aumentos de salarios año tras año superiores al 20%; ahora, tras ser amonestada por el FMI, se supone que la conducción económica trabaja en la elaboración de un nuevo índice.

Las causas de la inflación que sufre la Argentina son múltiples, y resumen prácticamente todas las que académicamente se enseñan en ámbitos universitarios: emisión monetaria (en el caso, del 40% anual), aumento desmedido del gasto público (un 34% el último año, y considerado el período 2006/2012, el mayor gasto público se "llevó" la mitad del crecimiento del PBI), presión corporativa por mayores ingresos (sindicatos y asociaciones patronales) que se trasladan a los precios y, finalmente, una tasa de inversión insuficiente para satisfacer la creciente y mayor demanda de bienes y servicios.  En efecto, la tasa de inversión viene cayendo drásticamente, y esta año perderá 4 puntos más, ya que del 25% del PBI verificado en el 2012, las proyecciones para este año arrojan que sólo se invertirá un 21% del PBI, y tal como explica el prestigioso economista Miguel Bein, para sostener un crecimiento anual del 8% del PBI (es decir, el ritmo de expansión de la economía que Argentina consiguió durante el gobierno de Néstor Kirchner y al que muchos denominan "el milagro argentino"), es necesario alcanzar un índice de inversión del 43% del PBI.

¿Por qué la economía argentina no logra alcanzar índices de inversión acordes a su reciente crecimiento? La respuesta no es económica, es política: por falta de confianza. El estilo de gobierno kirchnerista, siempre proclive a la confrontación y a la persecución política, y la permanente falta de respeto a las instituciones -la última de ellas que circula en estos días es la anunciada "democratización" del Poder Judicial, iniciativa anunciada pero aún inexplicada con la que el gobierno busca someter a la Justicia violando su republicana independencia-, generan un escenario de incertidumbre en el que las inversiones escasean.  La mayor prueba de la falta de confianza es la permanente salida de capitales (80.000 millones de dólares en 52 meses ininterrumpidos), la que no se detuvo ni siquiera cuando Cristina fue reelegida en octubre de 2011 con el 54% de los votos.  El gobierno respondió con la instauración de un "cepo cambiario" por el cual la compra de divisas extranjeras está sometida a una autorización previa de la agencia fiscal y que en la práctica impide comprar moneda extranjera para atesoramiento, y sólo se permite su compra en pequeñísimas cantidades y sólo una vez por año por individuo con motivo de un viaje al exterior debidamente documentado.  La obvia consecuencia ha sido la consolidación de un mercado negro paralelo en el cual el dólar estadounidense cotiza un 50% más que su valor "oficial".  Todas las actividades económicas han quedado distorsionadas por esta situación, y algunas de ellas prácticamente paralizadas, como el mercado inmobiliario, ya que han desaparecido los valores de referencia y las operaciones se truncan en la discusión de qué valor asignarle al dólar, moneda en la que históricamente se celebraban.

El gobierno está siempre listo a apagar el incendio con un balde de nafta.  El superpoderoso Secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno (que no ahorra energías ni en exhibirse como el más expresivo militante en las manifestaciones callejeras oficialistas ni en comandar insólitas "misiones comerciales" a destinos exóticos como Angola o Vietnam) ha declarado recientemente que el valor oficial del dólar podría llegar a $ 6.-, apenas un mes después que el Congreso aprobó el Presupuesto 2013 enviado por el Poder Ejecutivo con una proyección del dólar para este año a un valor de $ 5,10.-, lo que equivale a decir que los propios funcionarios del gobierno desautorizan las previsiones oficiales.

En estos últimos días, cuando la presión inflacionaria sobre los precios de los artículos de primera necesidad es acuciante -al punto que uno de los principales diarios argentinos publicó que para el ciudadano común la mejor inversión es comprar alimentos y conservarlos durante un año-, Moreno pactó con las cadenas de supermercados un congelamiento de precios por 60 días.  El éxito de una medida así no reconoce precedentes en la historia argentina, puesto que los controles de precios siempre han fracasado: más allá de la observancia que el gobierno consiga de parte de las tiendas, el interrogante es si no habrá desabastecimiento de productos porque los proveedores se nieguen a llenar las góndolas con su mercadería sin ajuste de precio, y resta considerar qué ocurrirá el ya temido "día 61".  Para el ciudadano común, más allá de todo análisis técnico, la evidencia es que el dinero cada vez alcanza para menos cosas.  Si de la mano de las paritarias la negociación salarial ponía hasta ahora a salvo a los trabajadores sindicalizados, el abierto enfrentamiento entre el gobierno y los sindicatos y la resistencia del primero a homologar aumentos superiores a un insuficiente 19% anual, equipara a quienes trabajan al amparo de convenciones colectivas de trabajo con los trabajadores, profesionales y pequeños comerciantes y empresarios independientes, los más castigados del sistema kirchnerista. Carentes de representación gremial o corporativa, sufren una presión fiscal cada vez mayor sin poder transferir el peso de la inflación a sus ingresos, asistiendo al deterioro progresivo de su situación económica.

Si la ideología es el desarrollo teórico del prejuicio, bien puede entenderse por qué el manejo que el gobierno argentino hace de la economía es ideológico.  En vez de tomar nota de la realidad económica tal cual es (expresado ello sin ningún dejo de ingenuidad liberal) e intervenir en el mercado para asegurar la legalidad, la libre competencia y evitar la cartelización y todo tipo de abusos, prefiere pensar la economía como el producto de una planificación en la que el Estado tiene el papel principal.  No es casual que el ascendente Axel Kicillof, viceministro de economía y principal consejero de Cristina en materia económica, sea de formación y confesión marxista.  Donde el mercado da cuenta de una realidad que incomoda al gobierno, sus funcionarios ven fantasmas de conspiración y contrarrevolución. O al menos ése es el discurso con el que disimulan su indiferencia ante el fenómeno inflacionario que descose el bolsillo de los argentinos, ya que toda la energía de su acción está enfocada a incrementar sus ya enriquecidas posiciones y a la mayor acumulación de poder, bajo el eufemismo de la "defensa del modelo".

Aunque los números "macro" indican que la Argentina está a salvo de toda crisis de las proporciones de la del 2001/2002 cuando declaró el default (aún cuando los procesos judiciales que se ventilan en Nueva York y que están próximos a finalizar culminen con sentencias en masa contra el país a favor de los tenedores de bonos que no ingresaron al canje de deuda), la situación económica doméstica es explosiva y puede llegar a crispar el ánimo social en cualquier momento, como lo demostraran los saqueos a supermercados en la última Navidad.  En un año electoral -legislativas de octubre-, en el que el gobierno se juega la continuidad de su proyecto político, y tal vez la posibilidad -por ahora lejana- de una reforma constitucional que habilite a Cristina a un tercer mandato, el manejo de la economía es un tema harto delicado.  Como es ya una constante, el principal enemigo del kirchnerismo no está en la insípida oposición, sino en su contumaz miopía ideológica, por la cual está en condiciones de no advertir cuál sea la gota que rebalse el vaso.  

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