Dios mira nuestro corazón herido
Dilexit nos (Rom 8,37), «nos ha amado». El Papa Francisco abre su cuarta encíclica «sobre el amor humano y divino del Corazón de Jesucristo», haciendo suyas las palabras con las que san Pablo habla de la irrevocabilidad del amor de Cristo. Publicado en el 350 aniversario de la manifestación del Sagrado Corazón a santa Margarita María Alacoque, este documento recorre la larga tradición de la devoción al Corazón de Jesús y amplía sus horizontes,. Rastrea este amor al Corazón de Cristo hasta el sacrificio pascual y su costado abierto en la Cruz y revela todo su significado y actualidad para nuestro tiempo presente. «La sociedad mundial», en efecto, afirma el Papa, «está perdiendo su corazón» (22). Son signos de ello la creciente incapacidad para prevenir los conflictos y la violencia, con la indiferencia o tolerancia de otros países. En esta «sociedad líquida nuestra» (10), en la que muchas de las antiguas certezas parecen ahora muy inciertas y en la que domina «un individualismo malsano» (10), el Papa Francisco nos provoca, afirmando la urgente necesidad de redescubrir «la importancia del corazón» (2-31). A través de la Biblia, remontándose hasta Homero y Platón, la encíclica muestra cómo el hombre siempre ha identificado en su propio corazón «un centro unificador que da a todo lo que la persona experimenta el fondo de sentido y orientación» (3, 55), «una experiencia humana universal» (53).
En efecto, por mucho «follaje» que cubra este corazón nuestro, por mucho que intentemos mentirnos a nosotros mismos, «nada de valor puede construirse sin el corazón» (6). Sigue siendo indispensable: «Si se devalúa el corazón, se devalúa también lo que significa hablar desde el corazón, actuar con el corazón, madurar y sanar el corazón» (11). También aquí el Papa nos sorprende: no es ante todo con nuevas reglas o reclamos como es posible cuidar este corazón nuestro, es ante todo, al, «dejar que surjan las preguntas que importan: ¿quién soy realmente, qué busco, […] qué sentido quiero que tenga todo lo que vivo, quién quiero ser ante los demás, quién soy ante Dios? Estas preguntas me llevan al corazón» (8). El Papa Francisco, mira con estima estas preguntas que de modos y formas muy diferentes habitan en cada hombre y mujer de nuestro tiempo. Siente toda la urgencia de «volver a hablar del corazón; de apuntar allí donde toda persona, hace su síntesis; allí donde las personas concretas tienen la fuente y la raíz de todas sus fuerzas, convicciones, pasiones, opciones» (9). Un corazón que se toma en serio a sí mismo en sus preguntas es, de hecho, también un corazón que descubre que «está herido», que no es «autosuficiente», su «dignidad ontológica» se manifiesta precisamente en el hecho de «que debe buscar una vida más digna» (30): en él vibra la urgencia de una vida más grande y más bella, verdaderamente plena. En la encíclica, el Papa Francisco nos muestra, pues, cómo es Dios mismo quien en última instancia «apunta» al corazón del hombre, porque «escuchar y gustar al Señor y honrarlo es cosa del corazón» (27). El Papa Francisco, refiriéndose así a la imagen que todos conocemos del Sagrado Corazón de Jesús, nos recuerda cómo forma parte de un cuerpo (48-51), de una humanidad histórica real en la que Dios mismo se hizo compañero del hombre en gestos y palabras que «dejan ver su corazón» (47); y es precisamente en la mirada de Cristo, nos dice el Papa Francisco (39-42), donde brilla de manera concisa y única «toda su atención a las personas, a sus preocupaciones, a sus sufrimientos» (40), porque «más allá de cualquier dialéctica, el Señor nos salva hablándonos al corazón desde su Sagrado Corazón» (26).
Es el dejarse alcanzar por el amor de esta mirada lo que abre en los hombres el deseo de impregnarse cada vez más del mismo Corazón de Cristo: «todos los deseos y aspiraciones de su corazón humano se dirigían hacia el Padre» (72). Así es como se revela la verdadera grandeza, la auténtica espera de nuestro propio corazón: «tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2, 5). Lo que movió y transformó la vida de tantos santos fue la fascinación por este Corazón de Cristo apasionado por el corazón del hombre. El Papa Francisco nos señala una cadena ininterrumpida de presencias en las que se manifestó la realidad y la belleza del amor de Cristo: Agustín, Bernardo, Buenaventura, san Francisco de Sales, santa Margarita, hasta san Carlos de Foucauld y santa Teresa del Niño Jesús. Estos son los verdaderos misioneros, que no pretendían «perder el tiempo discutiendo cuestiones secundarias o imponiendo verdades y reglas, porque su principal preocupación es comunicar lo que viven y, sobre todo, que los demás perciban la bondad y la belleza del Amado a través de sus pobres esfuerzos» (209).
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Y es precisamente a través de los santos como descubrimos una y otra vez que también para nosotros, hoy, el corazón de Cristo «está abierto ante nosotros y nos espera incondicionalmente, sin exigirnos ningún requisito previo para amarnos y ofrecernos su amistad» (1). Es este amor concreto, carnal, que la imagen del corazón inflamado logra expresar tan eficazmente, la única fuerza de novedad dentro de la historia; de él brota la verdadera comunión como aspiración a una justicia más verdadera, más allá de todo intimismo y de todo intento de «promoción social» del cristianismo. «Cuando Cristo dijo: ‘Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón’ (Mt 11,29) nos indicó que ‘para expresarse necesita de nuestra pequeñez, de nuestro rebajamiento’» (202). Contra la vuelta del jansenismo (80-87), tan propenso a un desencanto último del hombre; a pesar de las «mentes moralistas, que pretenden controlar la misericordia y la gracia» (137); a pesar de que los tiempos actuales muestran toda la capacidad de indiferencia, así como de guerra, de los hombres: el Papa nos habla de la verdadera grandeza del corazón de Cristo reafirmando con absoluta estima el valor decisivo del corazón humano, el punto sintético y profundo al que Dios «aspira» para atraerlo a su corazón, para hacerlo partícipe de su vida. Es difícil imaginar una provocación más decisiva en estos tiempos inciertos de guerra. Con gratitud podemos leer estas densas páginas del Papa Francisco, que recuerda a todo hombre que «la verdadera aventura personal es la que se construye desde el corazón. Al final de la vida sólo esto contará» (11).
Artículo publicado en Ilsussidiario
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