Dichoso el que no se escandalice

Mundo · José Luis Restán
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18 marzo 2009
De nuevo la Iglesia en el ojo del huracán. De nuevo la palabra del Papa manipulada, entresacada, reducida y convertida en diana para una ferocidad inusitada, a la que se suman como mansos borregos los que como Sarkozy sólo están preocupados de seguir la corriente de los mass media y de no salirse un milímetro de la pétrea dictadura del politically correct.

Volando hacia África Benedicto XVI ha tenido la osadía de decir que el mero reparto masivo de preservativos no es la forma adecuada de afrontar el flagelo del SIDA. Lo dice el hombre que es cabeza de una comunidad cuyos miembros se entregan cada día en miles de puestos avanzados, en la línea de fuego más expuesto de esta terrible guerra contra el SIDA. Lo dice con la cabeza y el corazón de quien hace suyo ese sufrimiento indecible que diezma poblaciones enteras, que siembra de huérfanos las calles, que hunde en la desesperación a millones de hombres y mujeres. Terrible flagelo, lo ha llamado. Y lo sabe porque le informan cada día sus obispos, sus voluntarios, sus curas y monjas que pagan un alto precio en esta lucha. Y lo sabe porque, aunque lo machaquen como si fuera un déspota alienígena, el suyo es un corazón de pastor que se conmueve con cada dolor de los suyos y de los que están lejanos, y la suya es una razón que vuela más alto de cuanto soñaron los que le atacan con una saña implacable.

Si falta el alma, dijo el Papa en el avión, si los africanos no se ayudan en este trabajo de cambio profundo de la mente, de la libertad y de las relaciones comunitarias, los eslóganes publicitarios servirán de muy poco, y la distribución masiva de preservativos corre el riesgo de aumentar el problema. ¡Gran escándalo! El dogma del sexo seguro puesto en cuarentena por el anciano Papa. ¿Acaso no es una evidencia sangrante el fracaso de las inversiones milmillonarias en preservativos para frenar la expansión de la pandemia? ¿Acaso no ha sido Uganda el único país que ha cosechado éxitos notables al basar su política en una vuelta a las tradiciones familiares de fidelidad matrimonial y estabilidad familiar? ¿Acaso esa difusión masiva acompañada de frívolos mensajes no contribuye a crear un clima que desactiva todo esfuerzo educativo, todo intento de cambio de mentalidad? Todo esto es pecado decirlo. En el inmenso talk-show en que se ha convertido nuestro mundo todo está permitido, todo se recibe bien, todo menos que el obispo de Roma se atreva a decir una palabra cabal, llena de razón y de corazón, que contradiga a los gurús del relativismo, empeñados en desmontar pieza a pieza el maravilloso significado de la sexualidad humana.

El mensaje del Papa hunde sus raíces en la experiencia milenaria de la Iglesia, en su presencia activa en el lecho del dolor, no como los diseñadores de campañas que trabajan en sus despachos enmoquetados muy lejos de la tragedia. Hay que humanizar la sexualidad, ha subrayado un Benedicto XVI atento a cada pliegue de la crisis cultural en curso. Porque en la desarticulación de la sexualidad humana, en su descomposición incoada por la ideología del 68 nos jugamos mucho, y parece que la Iglesia es la única que atesora coraje suficiente para denunciarlo, y, lo que puede parecer más sorprendente, sabiduría humana para reconstruirla en su pleno significado.

Hace falta ese cambio cultural y espiritual que ignoran culpablemente las campañas de las grandes agencias internacionales. Y hace falta indispensablemente el amor-caridad junto a los enfermos, los moribundos y los huérfanos. Ése que ha plasmado a lo largo de los siglos toda una cultura de la atención sanitaria de inequívoca raíz cristiana. África sabe mucho de ese amor, y por eso ha acogido con su fe llena de alegría al Papa. Sorda a las polémicas cargadas de rencor que llegan desde Occidente como un mar embravecido. Allí se ve cada día que esta fe vivida es portadora de esperanza invencible, fuerza para construir la historia.

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