Crisis social en Brasil

Desafío para la democracia latinoamericana

Mundo · Horacio Morel, Buenos Aires
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1 julio 2013
La protesta popular contra la subida de unos pocos centavos en el transporte urbano desató una crisis social en Brasil, que se expandió como un reguero de pólvora velozmente alcanzando las principales ciudades del país, dejando un saldo de muertos y heridos. Los rápidos reflejos de la presidente Dilma Rousseff apenas lograron contenerla, y su continuidad pese al anuncio de la marcha atrás en el aumento del boleto, puso en evidencia que el descontento es más profundo que las superficiales coyunturas que agitan el ánimo social.

La protesta popular contra la subida de unos pocos centavos en el transporte urbano desató una crisis social en Brasil, que se expandió como un reguero de pólvora velozmente alcanzando las principales ciudades del país, dejando un saldo de muertos y heridos. Los rápidos reflejos de la presidente Dilma Rousseff apenas lograron contenerla, y su continuidad pese al anuncio de la marcha atrás en el aumento del boleto, puso en evidencia que el descontento es más profundo que las superficiales coyunturas que agitan el ánimo social.

Una vez más, los números “macro” de la economía no alcanzan a explicar la situación real de la población. Si bien es cierto que la economía brasileña vislumbra algunos nubarrones en el horizonte (inflación cercana al 7% en el último año, apreciación creciente del dólar respecto del real, fuga de capitales hacia el exterior, caída proyectada del 50% del superávit comercial respecto del 2012, 34% de caída acumulada en lo que va del 2013 en la Bolsa de San Pablo), en general se puede seguir hablando del país más industrializado de América Latina a un paso del pleno empleo (la tasa de desocupación es de apenas el 5%), uno de los más interconectados informáticamente del mundo con 61 millones de usuarios de Facebook, con casi 200 millones de habitantes de los cuales 40 millones han salido de la pobreza en los últimos diez años incorporándose a una consistente clase media.

El Estado está en el centro de la crítica social: no alcanza con el pan y el circo. Modelo extendido en todos los países latinoamericanos cuyos gobiernos se ufanan de encarnar proyectos “nacionales y populares” pero que en los hechos practican la versión más indisimulada de demagogia autoritaria, la vida social se ha llenado de subsidios por los que una enorme parte de la población come sin trabajar, al tiempo que el Estado le garantiza diversión gratuita (el “Fútbol para todos” argentino, la Copa Confederaciones + Mundial + Olimpíadas en Brasil). El deporte cumple una incuestionable función social y educativa, y el fútbol en particular es parte de la identidad nacional de nuestros pueblos. Pero así como da cauce a saludables hábitos y a nobles pasiones constituye un negocio altamente lucrativo y siempre dispuesto a dejarse manipular políticamente por el poder de turno a cambio de favores y privilegios que hace de los dirigentes deportivos un parapoder cuasivitalicio que en la mayoría de los casos sobrevive a los cambios de gobierno. No es casual que los indignados brasileños alzaran su voz de protesta contra la organización del Campeonato Mundial de Fútbol del año próximo y los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro en 2016, justo en los días en que se desarrolla la Copa Confederaciones, algo así como un adelanto del Mundial FIFA, que le costará a Brasil 13.200 millones de dólares.

La nueva clase media brasileña, aumentada en número como explicamos antes, no se conforma con el hipermercado y el shopping center. Quiere acceso a la educación, a la salud, a la vivienda. Lo ha expresado con toda claridad en la protesta de las últimas semanas. Rechaza la organización de grandes eventos deportivos porque sabe que aunque sean un éxito y Brasil gane su sexta copa mundial, ello no ayudará en nada a cambiar su verdadera situación, más bien todo lo contrario, será motivo de distracción y de desvío de recursos públicos que podrían ser utilizados con otros fines más urgentes.

Según el informe de la ONU titulado “Estado de las ciudades de América Latina y el Caribe 2012”, presentado precisamente en Río de Janeiro en agosto del año pasado, 180 millones de latinoamericanos viven en la pobreza (más de un tercio de la población de A.L.), y de ellos 71 millones son indigentes, haciendo de Latinoamérica la zona más desigual del mundo, superando a África (continente usualmente imaginado como el primero en todas las desgracias sociales). En A.L. el 20% de la población más rica tiene un ingreso per cápita 20 veces superior al 20% más pobre, y Brasil ocupa el último lugar en materia de distribución de recursos, detrás de Guatemala, Honduras y Colombia que lo aventajan en los últimos puestos, y es el sexto país latinoamericano con mayor cantidad de pobres e indigentes detrás de Honduras, Paraguay, Bolivia, Colombia y México, pese a que aumentó un 8% su contribución al PBI de A.L. -sin que ello le haya posibilitado abandonar el decimotercer lugar en la tabla continental del PBI per cápita-, todo lo cual confirma que el crecimiento macroeconómico no garantiza automáticamente el bienestar del pueblo, si los gobiernos sólo se fían del “efecto cascada” de la clase alta hacia las clases inferiores y si la inequitativa distribución de la riqueza se enfrenta únicamente con el otorgamiento de subsidios manipulados políticamente en vez de introducir a la gente en el mercado de trabajo, y en calificar la valencia de los trabajadores para que cada vez puedan acceder a puestos de mayor responsabilidad y mejores salarios.

La democracia, como sistema de gobierno, no agota su razón de ser en lo meramente institucional, aunque ello por cierto constituya el punto de apoyo de todo, materia en la que varios países latinoamericanos desaprueban cada vez que le toca rendir examen, como se aprecia en tantos intentos de violar la independencia de poderes o de atacar la libertad de prensa y opinión. Necesita responder a las exigencias vitales de los pueblos y de las familias para grabar a fuego en las conciencias ciudadanas que es el mejor sistema de convivencia política posible. Es precisamente por lo que han protestado en estos días los brasileños: democratizar el bienestar, el progreso, la educación, la salud, el acceso a la propiedad. Todo un desafío para un subcontinente que en la última década se sumó a lo que la ciencia político-económica llama “mercados emergentes”, y en el particular caso de Brasil, a un nuevo eje de poder global (BRIC) junto con China, Rusia e India, que disputa el liderazgo mundial de los Estados Unidos y Europa.

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