De pronto, la vida se hace densa

Editorial · Fernando de Haro
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6 marzo 2022
La tierra de la frontera es fértil, rica. Está abierta con grandes surcos. Los árboles desnudos como esqueletos. Al otro lado, a 80 kilómetros, Leópolis, una de las pocas ciudades todavía seguras en Ucrania. A este lado, a 15, Przemyśl, una pequeña y antigua ciudad polaca.

La frontera parece un peaje de autopista. Muchos cruzan a pie, envueltos en mantas. Junto a la barrera hay tres niños que han pasado solos. Sus padres se han vuelto al infierno. Una mujer joven, demacrada, tirita. No solo tirita de frío, tirita de miedo, de incertidumbre. Le pido que me cuente su historia y me dice que no puede, que está agotada. El sufrimiento se ha convertido en silencio. Espera que algún conocido o familiar venga a recogerla. Hay veinte o treinta personas que esperan lo mismo. No hay hombres. La esperanza cuando se huye de las bombas, cuando no se ha dormido en cuatro días, es tener un nombre que pronunciar al otro lado, un teléfono al que llamar, alguien conocido, o alguien desconocido que se convierta, de pronto, en un amigo, un hermano o un padre. Y los hay. Voluntarios que con carteles ofrecen transporte. Algunos se han tomado vacaciones para echar una mano. Cuando les pregunto por qué lo hacen me dicen que es lo normal. Es lo normal cuando hay personas que están sufriendo, que lo han perdido todo. La guerra ha despertado “una normalidad” que estaba del todo dormida. Al escucharlos deseo para ellos, para mí, para todos los europeos, que encontremos razones y energía para que el deseo de acoger sea sistemático, estable.

Tres jóvenes se bajan de un taxi y se cargan sus mochilas al hombro. Les pregunto dónde van y me contestan que a luchar. A luchar por la libertad de su país. De pronto la palabra libertad, tan usada para hacer juegos malabares, para establecer el frío límite con la libertad del vecino, tiene un contenido concreto. Me subo al autobús que, de forma gratuita, lleva a los recién llegados a la estación de Przemyśl. Casi todos, al sentarse, se han quedado dormidos. También duerme Sophia, una niña de seis años, que viaja con su madre, Masha. Me cuenta que solo quiere descansar y ducharse. Ha salido hace cinco días de Kiev para darle un futuro seguro a su hija. La esperanza imposible tiene en la frontera y en los refugios de acogida improvisados la forma de la mirada de los niños. Solo los niños parecen seguros, corretean y juegan. Los más mayores consuelan a las madres que ha dejado a los maridos en Ucrania y que lloran pensando que no los volverán a ver. Le pregunto a Masha si ahora que ha pisado tierra polaca se siente tranquila. Me contesta que solo un poco, que Putin puede atacar también a la Unión Europea. Le intento consolar. Le digo que está en territorio OTAN. Y me habla de una posible guerra nuclear. De pronto, la palabra paz, que parecía algo conquistado para siempre, aparece como un lujo frágil, casi inalcanzable. De pronto, la vida que parecía una nube de humo ente dos nadas, se hace densa. La necesidad de vida, de una vida buena, arde en los ojos claros de Masha que se inundan de lágrimas silenciosas. Llegamos a la estación de tren de Przemyśl. Es pequeña, coqueta. En la entrada está Mijail, uno de los pocos hombres que ha escapado. Laura, una voluntaria que ha conducido diez horas desde Alemania, le ofrece acogerle en su iglesia. Mijail, que no ha estado nunca en ese país, decide en tres minutos su futuro. De pronto, se hace evidente que no somos dueños de nuestro destino.

Entro en el vestíbulo de la estación. Decenas de personas van y vienen. No hay gritos ni quejas. Hay niños que duermen en el suelo. Se ofrece comida caliente. Se oye ruso, ucraniano, polaco, alemán, inglés. Los voluntarios explican dónde se puede descansar y, sobre todo, facilitan los traslados. Polina está apoyada en la pared. Tiene 20 años, me cuenta su cansancio, su pánico. Me dice que se refugió en un sótano y que no está preparada para tomar todas las decisiones que debe tomar, quiere volver a ver a sus padres. De pronto la libertad deja de ser la indeterminación absoluta y se convierte en el deseo de recuperar los vínculos con los que te quieren. Salgo al andén, acaba de llegar un tren, decenas de personas arrastran bultos y maletas. Me parece recordar un documental de la II Guerra Mundial. De pronto la historia deja de ser un ascensor de progreso. No sé por qué pienso que hemos querido hacer de la tradición una herencia genética.

Salgo de la estación y me dirijo a la escuela número 5. El gimnasio se ha transformado en un inmenso dormitorio. Las hamacas de playa están cubiertas con mantas. También hay comida caliente. Daryona, 19 años, acaba de llegar. Se cierra una puerta y cree que ha caído una bomba. Cuando se hace de noche ve aviones que no existen. Como muchos, me confiesa que cree estar viviendo una pesadilla de la que se va a despertar. Su padre y sus amigos se han quedado en Kiev. Me dice, sin enfadarse, que este es un mundo estúpido, sin humanidad. De pronto se quedan en segundo plano todos los análisis y las palabras de Daryona son una invitación, una llamada dramática para que responda, para que me haga cargo, para que viva con ella y con todos los suyos.

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