De Crimea a Varigotti
Ha pasado un año desde la anexión de Crimea y el mismo Putin ha querido tirar del hilo de esta historia con una aparición televisiva como protagonista y narrador del documental “Crimea. Camino a la patria”. Sus declaraciones han dado la vuelta al mundo: “Ha sido una operación seguida momento a momento directa y personalmente por mí”, con la implicación del ejército federal y, “en caso de intervención militar de Occidente, estaba preparada la alerta nuclear”.
Nadie se ha mostrado sorprendido, y por otra parte la verdad ya había cambiado otras veces de cara: el 4 de marzo Putin dijo que en el península no había soldados rusos sino solo “fuerzas defensivas locales”, el 17 de abril admitió que los militares rusos “apoyaban a las fuerzas defensivas locales”, y el 13 de noviembre declaró que las tropas federales habían bloqueado los repartos militares ucranianos. Ante la preocupación de proteger a la población rusófona, el presidente se vio en la obligación de añadir, el pasado mes de diciembre, la sagrada misión de recuperar Korsun (Quersoneso), cuna de la civilización rusa. Sin olvidar, naturalmente, la necesidad de responder a las tramas urdidas por los “burócratas americanos” desde el Maidán.
Ahora Putin en cierto modo ha consagrado, como ha dicho Andrej Sinicyn, columnista del periódico Vedomosti, “una nueva fase, un nuevo nivel de auto-aislamiento de Rusia”. La mayor cautela de Putin hace un año venía quizás dictada por la esperanza de poder resolver el asunto de Crimea salvando al mismo tiempo las relaciones con Occidente, y por tanto superando también el bloqueo de las sanciones. Las cosas no han sido así, Occidente no se ha mostrado lo bastante conciliador –concluye Sinicyn— y la propaganda ya le ha otorgado el papel de enemigo a ultranza.
La altísima audiencia del documental (en Moscú lo vieron más de tres millones de espectadores) muestra por sí sola el pulso de la situación. Si bien en Rusia la gente consigue sustraerse al juicio sobre Ucrania y tranquilizar su conciencia con un genérico sentimiento de piedad hacia las víctimas y los sufrimientos de la guerra, sobre Crimea nadie esconde su satisfacción, estimulada en el fondo por el hecho de recuperar –aunque sea por la fuerza– algo que se considera como propio, considerando por tanto inmune esta acción. Es la lógica del más fuerte, del más astuto, que le gana el terreno al “vivir sin mentira” de Solzhenitsyn o al hortelano de Havel.
El patriarca Tijon, en los primeros meses de 1918, cuando la revolución ya había puesto en marcha su maquinaria, se tomó la responsabilidad de lanzar su anatema no sobre los bolcheviques sino sobre los ortodoxos que hubieran aceptado colaborar con el inicuo poder. Su razonamiento era sencillo: en una tierra de ortodoxos fervientes, bastaba con que dejaran de colaborar para que el poder quedara paralizado. Se engañaban: millones de cristianos formalmente intachables se pasaron al bando del poder, mostrando lo poco que la fe se había convertido en nueva autoconciencia.
En otro escenario, hace un par de semanas unos noventa chavales rusos, italianos, bielorrusos y ucranianos se juntaron en un pueblo italiano –Varigotti– para participar juntos en un seminario sobre la figura de un teólogo y pastor ortodoxo del siglo XX, el metropolita Antonij de Surož, en comparación con otra gran personalidad, esta vez del mundo católico, don Luigi Giussani. En un momento en que el diálogo parecería imposible entre personas tan heridas por los eventos que están sucediendo en sus países, han trabajado, discutido, trabado amistad, se han conocido mutuamente, junto a sus mundos, sus memorias, sus razones. Han descubierto que lo que une a los hombres es su humanidad, no las lógicas del poder. Han descubierto una unidad que no se llama connivencia frente al enemigo común, sino dese de afirmar al otro por el misterio irreductible que es. Que estas cosas sigan sucediendo nos impide perder la esperanza.