Aprender de la crisis para descubrir lo que nos une

España · Ignacio Carbajosa
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28 abril 2021
A veces es necesario un ejercicio de razón, ligado a la memoria, para sorprender en acción “eso que nos acomuna”, de modo que podamos caer en la cuenta de que es mucho más real, concreto y digno de atención que las descalificaciones que gratuitamente lanzamos de un bando a otro.
  1. Contemplo con preocupación la campaña electoral de cara a los comicios autonómicos del 4 de mayo en Madrid. El proceso de creciente polarización y la exagerada violencia dialéctica, por esperados que fueran, no pueden ser sobrellevados como algo inevitable, fruto de una “natural” confrontación de ideas dispares. Esto supondría admitir que entre nosotros no hay algo común o, dicho de otro modo, supondría negar que lo que nos acomuna y nos hace estar en la misma barca es, con diferencia, mucho mayor que las legítimas discrepancias ligadas a los modelos de gestión de lo público.

A veces es necesario un ejercicio de razón, ligado a la memoria, para sorprender en acción “eso que nos acomuna”, de modo que podamos caer en la cuenta de que es mucho más real, concreto y digno de atención que las descalificaciones que gratuitamente lanzamos de un bando a otro. Bastaría referirnos a los últimos trece meses en los que todos hemos tenido que afrontar un mismo hecho ineludible: la pandemia.

Este tiempo de crisis sanitaria ha sacado a la luz una “humanidad” que es de todos, un modo de reaccionar ante el dolor, ante la muerte, ante la soledad o ante la angustia que no diferencia banderías. Me ha llamado la atención leer en periódicos de muy diferente signo artículos que nos describen a todos: el miedo al contagio, el bofetón de una realidad (el virus) que no se puede eludir, la tentación de refugiarnos en pantallas y mundos imaginarios, la percepción de una radical vulnerabilidad que nos asusta, la nostalgia del abrazo de nuestros seres queridos, la pregunta acerca del significado ante la muerte cercana, la dinámica de la espera que no cesa por más que nos pospongan la vuelta a la normalidad, la angustia existencial ligada a la soledad, y un largo etcétera.

Pero además, en estos meses hemos podido sorprendernos juntos, en el mismo barco, afrontando cuestiones que pertenecen a nuestra convivencia: la sanidad, la enseñanza, la asistencia social o la gestión de los recursos. Los aplausos de las ocho de la tarde eran la expresión más clara de que en la crisis sanitaria éramos una sola cosa con los que estaban en primera línea. Dudo mucho que las pertenencias políticas hayan interferido algo a la hora de implicarse en una UCI o en la gestión de las urgencias. Del mismo modo, la modalidad mixta de enseñanza, en presencia y a distancia, ha planteado un problema común a nuestros profesores. Y resulta evidente que la necesidad de seguir educando y los problemas que esto suscita al profesorado son un problema común más allá de ideologías.

El cierre de tantas actividades por el COVID ha significado penuria económica y hasta hambre para muchas personas. Ha habido poca ideología a la hora de salir al encuentro de estas necesidades básicas. Hemos visto cómo la sociedad civil (Cáritas, asociaciones, ONGs) y los servicios sociales de los ayuntamientos se han volcado en una crisis que podría haber sido muy grave, remando en la misma dirección.

La otra crisis que hemos vivido los madrileños, la de la tormenta de nieve Filomena, nos ha hecho descubrir, puede que por primera vez, lo reales que son los problemas de mi calle o de mi barrio, que no diferencian ideologías: ¡cuántos kilos de nieve hemos sacado de nuestra aceras, codo a codo con el vecino del quinto, con el que discuto de política! Si no nos separamos de las necesidades concretas será más fácil que la gestión de los recursos en el nivel local o regional, más allá de la pluralidad de estrategias, nos encuentre unidos.

El Papa Francisco nos ha recordado que “sólo hay algo peor que esta crisis: el drama de desaprovecharla” (Pentecostés, 31 de mayo 2020). Un primer modo de aprovecharla es darnos cuenta de que la crisis nos ha mostrado que lo que nos une es esencial y lo que nos separa es más bien accesorio. Los obispos de la provincia eclesiástica de Madrid, por su parte, preocupados por “tantas formas mezquinas e inmediatistas de política”, nos han invitado “a poner en práctica la mejor política: la que, sin estar sometida a intereses materiales, cultiva la amistad social y busca efectivamente el bien de todas las personas, especialmente las más vulnerables”.

La verdadera experiencia saca a la luz quiénes somos, como personas y como sociedad. Lo hemos podido comprobar con la crisis. Entonces, ¿por qué esta vuelta a la dialéctica violenta, a todas luces separada de la realidad? Lejos de escandalizarnos de una condición humana que es la nuestra (basta ver cómo nos movemos en nuestra propia casa o familia), nos sorprendemos reconociendo que la experiencia cristiana nos ha permitido un abrazo al que es diferente que es capaz de generar obras para el bien común.

Creo sinceramente que ha llegado el momento de que los cristianos pongamos a disposición de todos esta capacidad de abrazo y de entendimiento en la vida pública, en todos los niveles, incluido el de la política de partidos. Responderemos así a la llamada de Francisco: “Por favor, no miréis la vida desde el balcón, sino comprometeos, sumergíos en el amplio diálogo social y político” (Papa Francisco, Florencia, 2015). Nos interesa ese compromiso porque será una forma concreta de verificación de nuestra fe: Cristo ha entrado en la historia y ha sido reconocido por su humanidad excepcional, la misma que sorprendemos entre nosotros. Obviamente, será la misma realidad la que juzgue si esa capacidad de abrazo al otro es real.

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