Estampas de Tierra Santa

Algo imprevisto

Mundo · José Miguel García (Jerusalén)
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17 mayo 2009
¿Quién podía prever lo que ha sucedido? "Un imprevisto es nuestra única esperanza", decía Montale. Una vez más ha sucedido, y la vida se ha renovado: las personas hacen experiencia de libertad, miran la existencia con esperanza. Como la lluvia temprana o el rocío mañanero bañan la tierra haciéndola germinar, así ha sido la visita de un hombre a esta Tierra Santa atormentada por la guerra, la injusticia y la división. Este hombre se llama Benedicto XVI.

Antes de su llegada a estas tierras todos expresaban sus objeciones, quejas, críticas. Los comentarios más positivos se reducían a desaconsejar la visita, a posponerla, pues el momento no era oportuno después de la reciente guerra de Gaza. Los árabes musulmanes veían con suspicacia la presencia del Papa, pues vendría a apoyar los intereses del Estado de Israel. Los cristianos no deseaban que su Pastor viniera a visitarlos, pues no serviría para mejorar su situación en esta tierra. La mayoría de los judíos ortodoxos miraba con indiferencia o desprecio la llegada del representante del cristianismo, al que, según ellos, deben la mayoría de sus sufrimientos. El judaísmo liberal exigía que la visita del Papa fuera la ocasión de que la Iglesia en su máximo representante pidiera perdón públicamente y confirmara los derechos legítimos de los judíos a defender su Estado… A pesar de los pronósticos, el viaje del Papa ha sido un éxito. Hasta los periódicos israelíes tienen que reconocerlo, aunque no se priven de hacer comentarios puntillosos sobre algunas palabras del Papa.

¿Cómo es posible que una circunstancia que no se deseaba se haya convertido en una ocasión de gracia para todos? Pues este viaje ha sido un abrazo a todos los hombres que habitan estas tierras: cristianos, musulmanes y judíos, palestinos e israelíes, políticos y religiosos, gente sencilla e intelectuales, mayores y jóvenes. A todos ha abrazado el Papa, a todos se ha dirigido movido por un amor a sus vidas, por una pasión por su destino. Todos han sido mirados por la mirada afectuosa del Papa, a todos ha hecho experimentar la caricia del Nazareno que representa en esta tierra. Benedicto XVI ha visitado estas tierras como hombre de fe, como servidor de Aquél que ha salvado el mundo mediante la entrega de su vida. Su modo sencillo, incluso humilde, de estar entre nosotros, sus palabras y sus gestos han sido expresión de un hombre cristiano, de un hombre que experimenta la salvación de Cristo, que sabe que "jamás el mal tiene la última palabra, que el amor es más fuerte que la muerte, que nuestro futuro y el de la humanidad está en las manos de un Dios providente y fiel". Un testigo de la esperanza que surge de la fe, es decir, del Señor vivo y poderoso en medio de nosotros. Por eso ha podido mirar con benignidad y compasión todos los horrores que han sufrido o sufren los hombres que habitan esta tierra. Por eso ha podido pronunciar siempre una palabra verdadera que abría las tumbas de muerte en las que tantos están encerrados. Por eso ha podido hablar con certeza de un futuro más justo y pacífico, más humano.

Paz y esperanza han sido las palabras que más ha repetido en sus discursos Benedicto XVI. La paz que es un don divino, como recordaba en su discurso ante Simón Peres, pero que el hombre acoge buscando apasionadamente a Dios: "La paz es ante todo un don divino. La paz es la promesa del Omnipotente a todo el género humano, que custodia la unidad. […] Pero hay una condición: debemos ‘buscarlo', y ‘buscarlo con todo el corazón'". De ahí su insistente mensaje sobre la aportación de las religiones a la paz. "Cuando la razón humana consiente humildemente en ser purificada por la fe no viene debilitada. […] La adhesión genuina a la religión -lejos de restringir nuestras mentes- amplía los horizontes de la comprensión humana. Así protege a la sociedad civil de los excesos de un ego ingobernable, que tiende a absolutizar lo finito y a eclipsar lo infinito; hace que la libertad se ejerza en sinergia con la verdad, y enriquece la cultura con el conocimiento de todo aquello que es verdadero, bueno y bello".

La esperanza se fundamenta en la verdad del Dios bueno y providente, que ha actuado y actúa en la historia. Sobre todo en la vida de Jesús de Nazaret, que vivió, murió y resucitó en esta tierra. Por eso su tumba vacía, que es venerada en Jerusalén, habla de esperanza a todos los hombres, creyentes y no creyentes. Un mundo sin esperanza es como una tumba cerrada, como punto final de la historia. Por eso la misión más urgente de los cristianos en Tierra Santa y en el mundo entero es "ser heraldos intrépidos del luminoso mensaje de esperanza que proclama esta tumba vacía". Benedicto XVI se hacía mensajero de esta esperanza justamente en el Santo Sepulcro: "El Evangelio nos dice que Dios puede hacer nuevas todas las cosas, que la historia no necesariamente se repite, que los recuerdos pueden ser purificados, que los frutos amargos de la recriminación y de la hostilidad pueden ser superados, y que un futuro de justicia, paz, prosperidad y colaboración puede surgir para cualquier hombre y mujer, para la entera familia humana, y en especial para el pueblo que vive en esta tierra, tan querida al corazón del Salvador".

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