Editorial

Al amanecer, cantos

Editorial · Fernando de Haro
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23 junio 2018
Es un pánico moral, sin base en la realidad. Alimentado por los fantasmas, por las frustraciones, por un enfado con un mundo insatisfactorio, por la búsqueda de un chivo expiatorio en el que descargar los (supuestos) agravios sufridos. El Viejo Continente se agita estos días dividido ante el nuevo y previsible fracaso del Consejo Europeo del jueves y del viernes próximo. Seis meses después de que fuera imposible un acuerdo sobre la política de asilo e inmigración, nada ha avanzado, salvo la histeria. Este domingo Juncker convocó cumbre informal en Bruselas y el Consejo ha hecho circular la propuesta de las “plataformas” en África, una especie de placebo para alejar el pánico. Mano dura para una amenaza más pensada que real. A lo mejor esta Europa del miedo aprende algo si escucha qué se dice, cómo se ve la realidad, cómo se reza en algunos de los barcos de subsaharianos.

Es un pánico moral, sin base en la realidad. Alimentado por los fantasmas, por las frustraciones, por un enfado con un mundo insatisfactorio, por la búsqueda de un chivo expiatorio en el que descargar los (supuestos) agravios sufridos. El Viejo Continente se agita estos días dividido ante el nuevo y previsible fracaso del Consejo Europeo del jueves y del viernes próximo. Seis meses después de que fuera imposible un acuerdo sobre la política de asilo e inmigración, nada ha avanzado, salvo la histeria. Este domingo Juncker convocó cumbre informal en Bruselas y el Consejo ha hecho circular la propuesta de las “plataformas” en África, una especie de placebo para alejar el pánico. Mano dura para una amenaza más pensada que real. A lo mejor esta Europa del miedo aprende algo si escucha qué se dice, cómo se ve la realidad, cómo se reza en algunos de los barcos de subsaharianos.

La crisis política provocada por la inmigración se produce en un momento de descenso del flujo de personas. La OCDE hacía públicas hace unos días las cifras de llegadas a los 37 países de esta organización. Por primera vez desde 2011, han disminuido un 5 por ciento. Alemania, que es en gran medida el epicentro del terremoto, vio cómo en 2017 las peticiones de asilo se reducían de forma drástica (un 44 por ciento). El impacto en la población laboral de los refugiados que nos han llegado al mundo desarrollado, según la OCDE, será de menos del 1 por ciento.

Durante los cinco primeros meses del año, según la OIM (Organización Internacional de las Migraciones), han llegado a través del Mediterráneo algo más de 40.000 inmigrantes, el año pasado en el mismo período lo habían hecho 80.000 y en 2015 fueron 215.000. Salvini ha desatado la crisis cuando las estadísticas son contundentes. Según Frontex, en los cuatro primeros meses del año las llegadas a Italia se han reducido un 60 por ciento, después de que en 2017 se hubieran reducido ya un 60 por ciento respecto a 2016. En España se han triplicado, pero según los últimos datos del CIS, la inmigración solo representa un problema para el 6 por ciento de los ciudadanos. No hay una relación directa entre la preocupación de la opinión pública, la reacción de los políticos y los hechos.

Los problemas por los que atraviesa Alemania son, sobre todo, consecuencia de las reclamaciones del ministro del Interior, el bávaro Horst Seehofer de la CSU, supuestamente democratacristiano. La CSU teme el avance de Alternativa por Alemania, está obsesionado con una pérdida de su tradicional mayoría absoluta en las próximas elecciones regionales y por eso Seehofer ha amenazado con la expulsión de los posibles solicitantes de asilo que lleguen a la frontera germana. Una fórmula que va en dirección contraria a la reforma de Dublín III propuesta por el Parlamento Europeo y que cuestiona Schengen. La reforma de Dublín III precisamente relativiza el peso de los países de origen y profundiza en el reparto de cuotas entre los socios. La posición de Italia, de igual modo, se entiende por la necesidad que tiene Salvini de encontrar en la inmigración una palanca para restar espacio a sus socios de gobierno, los cinco estrellas, y quedarse con todo el espacio de la derecha. Los países de Visegrado, ahora con el apoyo de Austria, se limitan a explotar el miedo al otro.

La solución-no solución que quiere arbitrar el Consejo a través de la creación de “plataformas de desembarco” llevaría a los migrantes a un país africano para ser identificados. Parece más un calmante virtual que una fórmula viable. A pesar de que Naciones Unidas la apoye, y a pesar de que quizás pudiera servir para evitar algunas muertes en el Mediterráneo, es difícil pensar que todos los flujos sur-norte puedan ser canalizados a algunas “instalaciones” en el continente vecino. Además de los problemas de gestión hay que tener en cuenta que la “subcontratación” del control de los flujos, como se ha hecho en Libia o en Turquía, ha supuesto que Europa haya sido menos Europa en materia de derechos humanos.

La crisis migratoria, que tiene mucho de virtual, quizás hunda sus raíces en un cierto resentimiento social y cultural de los propios europeos hacia un espacio, el nuestro, de civilización, bienestar, igualdad, participación en la vida política y plenitud de derechos que ha frustrado sus expectativas. De la crisis no hemos salido como habíamos pensado, las cosas no han vuelto a ser como antes de 2008. Aquel gran edificio de derechos sociales que construimos tras la II Guerra Mundial sigue en pie, pero debilitado porque la globalización lo hace imposible. Las pensiones son insostenibles porque no tenemos hijos, nuestros referentes de significado se han convertido en eslóganes vacíos, la plaga de la soledad se extiende, y nuestra participación en las decisiones políticas es cada vez más escasa (la soberanía nacional en gran medida ha desparecido). La historia lejos de acabarse es cada vez más desafiante. Sin darnos cuenta, los europeos tendemos a perder el vínculo con la realidad y a buscar culpables de una promesa incumplida. Los europeos de comienzos del siglo XXI nos parecemos a los del siglo XXI, a los que tras la frustración de la Revolución francesa y de las guerras napoleónicas, buscaron consuelo en el romanticismo y en el nacionalismo.

Por eso es quizás interesante escuchar lo que se oye en los barcos de rescate. Un día antes de que el Aquarius llegara a puerto en Valencia, un grupo de mujeres nigerianas se levantaba cantado: “todo lo que tengo que hacer es dar gracias a Dios”. Nigeria es un Estado fallido, estas mujeres han conocido los abusos y el maltrato, han estado a punto de perecer. Podrían tener razones sobradas para maldecir. Pero les une un extraño vínculo con la realidad, el que a menudo nos falta a los europeos.

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