La cárcel de los principios
Hace una semana se celebraron los caucus de Iowa. De aquí a noviembre pueden pasar muchas cosas en la campaña electoral estadounidense. De momento lo que tenemos es una victoria aplastante de Trump frente a los otros dos candidatos republicanos. Trump logró el 51 por ciento de los votos. Y en este momento Trump supera en intención de voto a Biden en alguno de los estados que le dieron la victoria al demócrata.
Las elecciones se van a celebrar en una situación social muy similar a la de 2020. Durante los tres primeros años de su presidencia, Biden no ha conseguido superar la intensa fractura que vive el país. La fractura que divide a las costas del interior, que divide a los liberales y a los conservadores. La fractura creada por las guerras culturales. Y, sobre todo, la fractura entre los que mantienen una conexión razonable con la realidad y los que están determinados por ideologías impermeables y por fake news. La izquierda estadounidense está cada vez más alimentada por la revolución woke, por la defensa de políticas identitarias, por lo políticamente correcto, por la pretensión de construir espacios seguros contra la agresión del hombre blanco y heterosexual, por la cancelación.
En la derecha sorprende la facilidad con la que se aceptan las “verdades alternativas”. Todavía hay un amplio porcentaje de votantes republicanos que piensa que Trump ganó las elecciones de 2020. Uno de cada cinco estadounidenses y uno de cada cuatro votantes del partido republicano cree en la teoría conspirativa de QAnon. La teoría asegura que el mundo es gobernado por un grupo de pedófilos que adoran a Satán. Trump, según este delirante relato, fue reclutado por generales con el objetivo de disolver la gran trama de conspiración criminal.
Unos y otros arguyen sus principios en espacios que se relacionan de forma dialéctica y generan una espiral acción-reacción que parece no tener fin. La raíz del problema, el origen de esta dinámica, está en el método que se usa para formar esos principios y para sostenerlos como incuestionables. Es, una vez más, una cuestión de atención. Un déficit de atención no causado esta vez por la adicción a los productos digitales sino por un modo de usar la razón absolutamente abstracto. Las preguntas han desaparecido, se consideran peligrosas, y se consumen rápidamente respuestas prefabricadas, respuestas que no nacen de la carne de la vida, de la experiencia. Son esquemas y soluciones fáciles que intentan llenar pronto el vacío, que sirven de pegamento rápido para dar consistencia al grupo.
Se ha suprimido la indagación existencial, la convivencia con la pregunta y la necesidad de que la respuesta tenga la densidad que solo da el tiempo. Por eso no hay atención. No hay atención ni al drama personal ni al trabajoso y estimulante camino, nunca sin curvas, que supone adquirir una certeza hecha de tiempo y espacio.
Primero son los principios y luego la realidad, primero está el hombre conservador o progresista, el hombre religioso o el hombre no religioso, el hombre preconstituido antes de relacionarse con el mundo y luego está el mundo en el que se aplican los principios por los que se ha optado. Se juzga el mundo, se juzgan los acontecimientos en función de enunciados o, si acaso, de análisis. La pregunta es un trámite, un juego retórico, antes de llegar a una respuesta ya conocida. El conocimiento se ha convertido en una operación aritmética. Y, así, en nombre de los principios se puede aceptar la teoría conspirativa más loca o la política identitaria más disparatada. Este es el origen de la debilidad de la democracia estadounidense y de todas las democracias occidentales.
En estas circunstancias apostar por la persona concreta, atenta a las concretas reacciones, a los concretos juicios, a los concretos sentimientos provocados por la vida es la mayor aportación a la democracia que se puede hacer. Esa persona concreta está en condiciones de conocerse a sí mismo y de conocer el mundo tal y como es.
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