En busca del presente
El debate tiene un gran alcance porque invita a precisar qué valor tienen los hechos para el desarrollo de la persona. La Academia de la Historia había hecho unas observaciones al Gobierno que no han sido tenidas en cuenta.
Como bien recuerda la Academia, el conocimiento de la historia es “indispensable para la observación, interpretación y comprensión de la realidad en la que se vive”, porque “el análisis de ese pasado” constituye “una referencia imprescindible para entender el mundo actual. Proporciona un sentido crítico de la identidad de los individuos y grupos humanos y promueve la comprensión de las tradiciones y legados culturales que conforman las sociedades actuales”. El problema reside en que el plan de estudios “no menciona apenas los hechos históricos”. Los hechos están subordinados a las interpretaciones que surgen “en función de las preocupaciones e intereses de la sociedad en cada momento” y en función del “pensamiento histórico”. Se invierte así el orden normal de las cosas. Los hechos históricos aparecen desdibujados, incluso discutibles, y se priman los desarrollos sociológicos, politológicos o económicos. Como bien dicen los historiadores que han criticado el plan, esos desarrollos “deben ser posteriores a los históricos”.
Estamos ante ese mal tan frecuente de nuestro tiempo: se sustituyen los hechos por interpretaciones y esta sustitución se convierte en sistema. Es interesante indagar qué hay debajo de este modo de mirar la historia. En gran medida explica una posición no solo sobre lo que sucedió, sino sobre lo que sucede, sobre el presente, sobre el instante.
La preeminencia del “pensamiento histórico” sobre lo sucedido no es solo una tendencia de cierto pensamiento pedagógico progresista. Es un fenómeno transversal que afecta a izquierda y a derecha. Desde hace ya varios siglos los hechos del pasado se consideran parte de un sistema perfectamente definido en el que los imprevistos están descartados. Todo lo que ocurre es fruto de unas causas determinadas de antemano. La historia es el lugar en el que evolucionan el espíritu o la materia, conforme a procesos perfectamente prefijados. Para comprender lo que ocurrió y lo que va a ocurrir basta con hacer un análisis preciso de causas suficientes. Ese análisis permite alcanzar el “todo”. Un “todo” que, por supuesto, es abstracto. Es una “totalidad” que obligatoriamente tiene que suprimir el presente. Para el “pensamiento histórico” el presente no existe, el valor del instante particular ha desaparecido. El ahora ya se ha ido para entrar dentro de una corriente universal y anónima que debe aferrar el futuro y privarlo de cualquier posibilidad de imprevisto. Aunque hayamos estudiado bien historia nos hemos quedado sin presente. El pasado no puede ser tradición porque no requiere ningún ejercicio crítico y así se rescate su valor para la persona y para el instante. El instante, de este modo, no es nada, sobre él no pesa ni lo eterno ni lo ocurrido, solo las leyes de la “totalidad”. Y sin instante no puede haber intuición de lo eterno. Lo eterno y el infinito solo se asoman al presente.
Vivimos en un mundo lleno de “totalidad”, de sistemas, pero sin infinito. ¿La solución es volver a los hechos? ¿La respuesta es reconquistar los hechos y dejar en segundo lugar las interpretaciones? Los hechos, sin duda, son necesarios. Pero a estas alturas es insuficiente volver a un objetivismo o a un realismo ingenuo. Quizás nunca fueron suficientes, pero ahora lo son mucho menos.
Los hechos, como los maestros, son imprescindibles, de otro modo, no hay acceso al presente, no hay acceso al instante en el inmenso valor que este tiene para despertar y construir una persona. Pero ni los hechos ni los maestros, ni las asociaciones, ni los movimientos organizados, mucho menos los partidos o ciertas formas de agrupaciones religiosas y sociales son suficientes para esa tarea urgente en este principio del siglo XXI. La persona no solo se construye con hechos y maestros, se construye estableciendo una conexión crítica y personal entre el presente y lo que se desea, lo que se espera. Cualquier organización o cualquier realidad social que no favorezca esta conexión de forma sistemática es un estorbo.