El suicidio de Europa

Cultura · José Luis Restán
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4 noviembre 2009
Quizás en esta Europa del tercer milenio sólo permanezcan las calabazas de Halloween como signo aceptable en la vía pública, mientras nos quitan el símbolo más querido y significativo de nuestra historia, el crucifijo. La amarga ironía corresponde al cardenal Tarcisio Bertone, preguntado por la sentencia de la Corte europea de derechos humanos de Estrasburgo, que establece que la presencia del crucifijo en las aulas viola el derecho a la libertad religiosa y lesiona el pluralismo educativo. 

Como ha dicho Vittorio Messori, esta sentencia produce amargura y tristeza, pero no puede escandalizarnos a estas alturas. Representa el destilado de la ideología laicista que ha penetrado el tejido de las instituciones europeas, que, no lo olvidemos, había conquistado antes las universidades y los medios de comunicación. Según esta ideología abstracta y sectaria, la laicidad consiste en la desaparición total de toda expresión religiosa del espacio público. Sólo este vacío garantizaría la tolerancia y el pluralismo. Ahora bien, ¿pluralismo de qué, una vez que se ha decretado la desaparición de las diversas identidades del espacio público?

Hay un presupuesto de la sentencia que es preciso no perder de vista. La religión es vista en todo caso como cuestión meramente privada, más aún, pertenece al reino de lo irracional, lo subjetivo y lo sentimental. No le corresponde dignidad pública alguna, no se le reconoce como factor de cultura y civilización. Y es ahí donde este supuesto ideológico choca frontalmente con la realidad y con la historia. Según este presupuesto, junto con el crucifijo habría que eliminar del ámbito público la Divina Comedia de Dante, las catedrales góticas, las cantatas de Bach y la leprosería de Molokai, por decir sólo algunos ejemplos. Pero nadie en su sano juicio, creyente o no creyente, estaría dispuesto a prescindir del patrimonio de civilización que ha nacido de la fe cristiana (como tampoco del judaísmo o del islam).

Por otra parte, es algo peor que una vana ilusión el pensar que las sociedades democráticas se pueden sostener sobre el vacío o sobre el mero consenso sin vínculo alguno con la tradición. En el caso de Italia, país al que afecta en primera instancia esta sentencia, el cristianismo (y el crucifijo como su expresión sintética) representa un elemento de cohesión de una sociedad que no puede prescindir de su tradición, como ha sostenido con fuerza el vicepresidente del Parlamento Europeo, Mario Mauro. 

La presencia del crucifijo en las aulas no supone ningún factor de coacción para los alumnos que no sean cristianos, a los que por otra parte garantiza plenamente su libertad el Estado democrático. Al revés, estos alumnos tienen derecho a conocer las fuentes y las expresiones de la tradición cultural, moral y espiritual que ha conformado la sociedad en la que viven. Esto valdría también para un alumno cristiano que estuviera en Israel y contemplara la Estrella de David en clase, o que estuviese presidido por la Media Luna en un país de mayoría musulmana. Siempre que allí se garantizara adecuadamente su libertad religiosa como sucede en Occidente.

Pero es que además el crucifijo tiene un significado y un valor único entre todos los símbolos religiosos. Un significado y un valor que pueden reconocer también los no creyentes o los fieles de otras religiones. El crucifijo representa al Dios que no ha querido actuar en la historia con prepotencia sino entregándose hasta la muerte por la salvación del mundo. Significa el rescate de los abandonados y de los maltratados, el abrazo de Dios a la necesidad del hombre, su perdón incluso para aquéllos que lo clavaban en una cruz. Significa la libertad del hombre frente a Dios, que reclama de él una adhesión y reconocimiento libre y amoroso. Éste es el origen de la cultura europea, como describió Benedicto XVI en el Colegio de los Bernardinos: éste el motor que ha impulsado el derecho, las artes, la escuela para todos, la sanidad y la política como servicio al bien común.           

Hace pocos día el Papa se dirigía al nuevo jefe de la Delegación de las Comunidades Europeas ante la Santa Sede con esta apremiante pregunta: "¿acaso Europa puede omitir el principio orgánico original de estos valores que han revelado al hombre tanto su eminente dignidad como el hecho de que su vocación personal lo abre a todos los demás hombres con los que está llamado a constituir una sola familia?". Y realizaba esta severa advertencia: "es importante que Europa no permita que su modelo de civilización se deshaga, palmo a palmo". Ése es el carácter suicida de la sentencia de Estrasburgo.

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