La plaga de la corrupción en América Latina

Mundo · Ricardo Galarza
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4 abril 2018
Nadie podía imaginar hace unos cuatro años que la madeja que comenzó a desenredarse el 17 de marzo de 2014 con el anuncio en Brasil de la investigación judicial Lava Jato, el mayor escándalo de corrupción en la historia del continente, iba a dejar el tendal de gobernantes, políticos y empresarios por hechos de corrupción en 10 países de América Latina que a la fecha superan la friolera de 10.000 millones de dólares, según estimaciones oficiales. Y muchos menos que iba a provocar un terremoto político por la renuncia de un jefe de Estado, la destitución de un vicepresidente y el procesamiento con posibilidades ciertas de prisión de un popular ex mandatario.

Nadie podía imaginar hace unos cuatro años que la madeja que comenzó a desenredarse el 17 de marzo de 2014 con el anuncio en Brasil de la investigación judicial Lava Jato, el mayor escándalo de corrupción en la historia del continente, iba a dejar el tendal de gobernantes, políticos y empresarios por hechos de corrupción en 10 países de América Latina que a la fecha superan la friolera de 10.000 millones de dólares, según estimaciones oficiales. Y muchos menos que iba a provocar un terremoto político por la renuncia de un jefe de Estado, la destitución de un vicepresidente y el procesamiento con posibilidades ciertas de prisión de un popular ex mandatario.

Un capítulo relevante del Lava Jato es el que protagoniza la constructora brasileña Odebrecht desde que la Justicia de Brasil aceptó las confesiones de casi 80 ejecutivos y empleados de ese conglomerado –entre ellos, su expresidente Marcelo Odebrecht– a cambio de reducirles las penas. Confesiones que luego fueron comprobadas por la Justicia de la decena de países involucrados: el pago de sobornos a partidos políticos y funcionarios públicos con el objetivo de obtener la adjudicación de obras públicas para la compañía, lo que había sido una práctica frecuente por lo menos entre 2005 y 2016.

En los últimos días le tocó el turno al presidente de Perú, Pedro Pablo Kuczynski, quien renunció el miércoles 21 antes de ser destituido por el Congreso, en medio de un escándalo que arrastraba desde diciembre pasado por haber recibido coimas de Odebrecht cuando era ministro del ex presidente Alejandro Toledo. El propio Toledo es hoy un prófugo de la Justicia peruana, que lo ha condenado a prisión por haber recibido 20 millones de dólares de la empresa mediante la cual el Brasil del PT exportaba su modelo de corrupción a los demás países de la región.

El jueves los medios brasileños dieron a conocer que el Supremo Tribunal Federal postergó hasta el 4 de abril la decisión sobre el pedido del ex presidente Luiz Inacio Lula da Silva para evitar la prisión; pero le garantizó que no será encarcelado hasta que concluya el debate. El anuncio da un respiro al otrora mundialmente aclamado líder de la izquierda brasileña, que corría riesgo inminente de ir preso si un tribunal de apelaciones rechazase el próximo lunes sus últimos recursos de segunda instancia.

El Lava Jato, y sus derivaciones, es un megaescándalo, una gigantesca trama de corrupción sin precedentes. Nunca se había visto caer en desgracia a tantos gobiernos, presidentes y ex mandatarios por el mismo esquema de cohechos, y prácticamente con la misma empresa.

Es cierto que en Brasil hay otras constructoras implicadas en la operación, como OAS (por la que Lula está acusado de recibir un apartamento de lujo en un balneario paulista a cambio de contratos de obra con Petrobras), Queiroz Galvão, Camargo Correa, UTC y Andrade Gutierrez. Pero Odebrecht es, por mucho, la más comprometida. Sus perjuicios al Estado brasileño se estiman en cerca de 3.000 millones de dólares, según cifras de la Policía Federal del Brasil; casi lo mismo que el causado por las otras cinco juntas. Mientras que en los demás países de la región Odebrecht parece haber tenido el monopolio de la operación.

El esquema, más allá de los astronómicos montos malversados y de la sofisticada ingeniería financiera que seguía la ruta del dinero, consistía en una operación bastante simple: adjudicar a Odebrecht, o a las otras firmas implicadas, millonarios contratos de obra pública con sobreprecios de entre 10% y 20%. Luego se agregaba un 3% más al precio final por concepto de “ajustes políticos”; quedaba un poco feo llamarle directamente “coimas”. Esto permitió a un gran número de funcionarios, dirigentes y partidos políticos amasar verdaderas fortunas en sus tratos con la constructora brasileña, que además aceitaba con sus millones las campañas presidenciales de varios candidatos en los diferentes países que operaba. El círculo cerraba completo para el descomunal latrocinio regional.

Toda esta trama se ha conocido gracias a la independencia de la Justicia brasileña, y a la implacabilidad del juez federal de Curitiba Sergio Moro, cuya investigación se benefició de las llamadas “delaciones premiadas”. Mediante esta figura del derecho penal brasileño, algunos acusados pueden ver sus penas reducidas a cambio de información. Aunque hoy está en entredicho por la acción de algunos legisladores que se proponen derogarla en el Congreso; con lo cual lograrían entorpecer el avance de las principales causas. Pero hasta ahora, la estrategia del supermagistrado de Curitiba para incentivar las confesiones ha resultado altamente efectiva, además de demoledora para los corruptos de toda la región.

En Brasil la investigación ha llevado tras las rejas o procesado sin prisión a cerca de 300 dirigentes políticos y connotados empresarios; condujo a la debacle del PT y afectó el prestigio internacional de Lula y el del propio Brasil como potencia emergente. Entre los procesados se encuentran, además de Lula, su exjefe de gabinete y figura insigne del PT, José Dirceu; el ex ministro de Hacienda de Lula y de Dilma, Antonio Palocci; el ex director de medios de las campañas presidenciales de Lula y de Dilma, Joao Santana; el ex ministro de Hacienda de Dilma, Guido Mantega; el ex presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha; el ex director de Petrobras, Paulo Roberto Costa, el ex presidente del conglomerado Odebrecht, Marcelo Odebrecht; y decenas y decenas de senadores y diputados de todos los partidos.

Allí el grueso de la red Lava Jato estaba vinculado a contratos de obra con Petrobras, cuyas pérdidas totales por la operación se estiman en cerca de 13.000 millones de dólares.

Pero las confesiones obtenidas por Moro en Curitiba, en particular la de Marcelo Odebrecht, que en diciembre pasado salió de la cárcel para completar su condena en su mansión de San Pablo, pronto comenzaron a desbordar el fango proceloso de Lava Jato fuera de las fronteras de Brasil como un tsunami imparable. Argentina, Colombia, Ecuador, Perú, Venezuela, Panamá, Guatemala, México y República Dominicana son algunos de los 12 países –incluido dos naciones africanas– en los que el empresario brasileño reconoció haber operado con el mismo esquema.

El país en que ha tenido más repercusión fuera de Brasil y adonde se han procesado más implicados en la operación es Perú. Además de la renuncia de Kuczynski –quien ahora deberá enfrentar a la justica sin fueros presidenciales– y de la condena de Toledo, han sido procesados con prisión el ex presidente Ollanta Humala, su esposa, Nadine Heredia, y los poderosos empresarios José Graña Miró Quesada, Hernando Graña Acuña, Fernando Camet Piccone y José Castillo Dibós. Todos condenados por coimas vinculadas a las obras de Odebrecth en la Carretera Interoceánica.

En Ecuador, el vicepresidente entonces en funciones, Jorge Glas, fue condenado a seis años de prisión por haber recibido sobornos de Odebrecht junto a otras ocho personas, entre las que se encuentra su tío, el empresario Ricardo Rivera, también procesado, que actuaba de enlace entre Glas y la constructora brasileña.

En Colombia, el ex viceministro de Transporte durante el gobierno de Álvaro Uribe, Gabriel García Morales, fue condenado a cinco años de prisión también por recibir coimas de la constructora brasileña; la que además pagó un millón de dólares a la campaña presidencial de Juan Manuel Santos en 2014. Los demás procesados en Colombia por sus vinculaciones con los sobornos son el ex congresista Otto Nicolás Bulla y los empresarios César Hernández, Andrés Cárdona, Eduardo Ghisays Manzur, su hermano Enrique Ghisays Manzur y José Melo Acosta, entre más de una decena de imputados por el Ministerio Público colombiano.

Fue así como cientos de millones de dólares de la corrupción fueron a parar a las cuentas de varios dirigentes y sus testaferros; y otros cientos de millones, a las arcas de los partidos políticos de toda la región. Los testimonios del caso coinciden en que 200 millones de dólares de Lava Jato se destinaron solo a la campaña presidencial de Dilma en 2010.

Hoy la investigación de Moro continúa haciendo desfilar políticos y empresarios por los estrados judiciales, a pesar de los varios intentos por descarrilarla. Su actuación es popular entre los brasileños que, según las encuestas, la apoyan en gran número. La gran consternación causada por las revelaciones y la crisis moral de los partidos políticos siguen aún muy presentes en la consciencia colectiva brasileña. Y así como en su momento la corrupción se desbordó a otros países, hoy lo que se desborda es la demanda social por transparencia y castigo a los corruptos. Perú es un buen ejemplo de ello.

Deltan Dallagnol, el primer fiscal del Lava Jato en Brasil, ha dicho que sumergirse en la gigantesca y sofisticada maquinaria delictiva de la operación fue como “mirar al monstruo a los ojos”. Para cualquier periodista o investigador, asomarse a la inmensidad del caso y sus infinitas causas es como enfrentarse a tantas coimas como estrellas hay en el universo.

Un monstruo que parece salido de un relato de ciencia ficción. Quizá fue por eso que, después del éxito mundial de Narcos, el director brasileño José Padilha se animó a retratar la red de corrupción Lava Jato en una nueva serie de Netflix.

Tierras de América

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