Oriente Medio, el trabajo que falta
En un reciente coloquio sobre la situación de los cristianos en Oriente Medio, el Nuncio apostólico en Bagdad, Alberto Ortega, comentaba el shock que provocan en muchos musulmanes sencillos las terribles matanzas cometidas invocando el nombre de Alá y la enseñanza del Corán. Personas que trabajan y cuidan a sus familias, que rezan y ayudan a los necesitados, que se sienten parte de una comunidad y herederas de una sabiduría de siglos, se encuentran de pronto con la aberración de que algunos invocan la religión a la que ellos pertenecen para justificar la inhumanidad más absoluta. Pero es preciso ir al fondo de esa conmoción y extraer consecuencias.
Los últimos días han sido terribles en la región, como si la furia asesina ya experimentada tantas veces hubiese desbordado cualquier pesadilla. Primero el atentado en el aeropuerto de Estambul, después el asesinato a sangre fría de rehenes en un restaurante de Dacca, y por último el aquelarre sangriento en un barrio chií de Bagdad, que ha provocado doscientos muertos entre una población que había salido a la calle para festejar el final del Ramadán. Hay algo demoníaco en esta orgía sangrienta, como ha dejado ver el Patriarca de los caldeos, Louis Raphael Sako, que acudió al lugar de los hechos para rezar y consolar a las familias. Es la pretensión de dominar el mundo mediante la eliminación de cualquier obstáculo, el odio convertido en palanca de un delirante proceso histórico.
Mar Sako, que ha prodigado todo tipo de gestos de cercanía y solidaridad práctica con los musulmanes de Irak, no ha dejado de advertir que este cáncer amenaza desde dentro al propio islam, y requiere por tanto un combate mucho más decidido, compacto y tajante. La intervención del patriarca caldeo ha sido, como siempre, concreta y aguda, señalando la necesidad de una condena sin fisuras del uso de la violencia, que no puede quedar restringida al momento de shock provocado por los atentados. La condena de la violencia requiere una traducción educativa sostenida en el tiempo y apoyada en medidas concretas. Es necesaria una relectura auténticamente religiosa de la tradición musulmana, una nueva forma de educación, reclamada insistentemente en Egipto por el presidente Al Sisi; una apertura a la experiencia de ciudadanía, que implica mucho más que la mera tolerancia, implica cancelar definitivamente el sectarismo y emprender la cooperación con los miembros de otras comunidades. Sako ha hablado de construir un verdadero “Estado laico” que custodie el mosaico cultural y religioso de Irak. Y no hay otro camino, aunque sea largo y fatigoso.
La sensación que uno tiene es que el coro de las meras condenas resulta ya estéril y cansino, lo cual explica en este caso la ira de la población contra unas estructuras institucionales que no terminan de poner el dedo en la llaga. Estos días terribles de sangre y de fuego han tenido su momentáneo epílogo con varios atentados en Arabia Saudí, junto al corazón mismo del islam sunní, lo que demuestra que el monstruo no acepta territorios protegidos. El complejo mundo saudí sabe mucho de la génesis de esta monstruosidad que se llama Daesh y que ahora también le golpea. Y desde Teherán ha llegado una extraña invitación a cerrar filas, sunníes y chiíes contra un terror sin fronteras que ha desbordado ya todas las líneas imaginables. No es mala pista, siempre que exista verdadera voluntad de afrontar la raíz de este mal. Porque una cosa está clara, nuestro mundo no está haciendo lo suficiente, no está acertando con la tecla para afrontar este terrible mal.
Quizás nos vendría bien a todos (países occidentales y árabes, musulmanes y laicos secularizados, intelectuales, periodistas y autoridades religiosas, incluso militares y agentes de inteligencia) refrescar aquella vieja lección de Benedicto XVI en Ratisbona. Tanta sangre inocente reclama algo más que agitación y condenas formales. Frente a un gran mal, también las palabras tienen que recobrar su peso y su filo.