Una encrucijada decisiva
En la masacre de París, y en lo que vendrá después, hay al menos dos temas que se cruzan: el de la libertad de expresión y su significado para Europa, y el de la violencia motivada por la religión. Respecto a este último, estaría bien poder liquidar la matanza de Charlie Hebdo como un gesto aislado de un grupo de desequilibrados. Estaría bien, pero no es realista, porque el islam contemporáneo sufre un evidente problema con la violencia, tanto contra los no musulmanes como en su propio seno: Nigeria, Mali, Kenia, Somalia, Egipto, Siria, Iraq, Yemen, Afganistán y Pakistán son solo algunos de los países con gran presencia islámica que en los últimos años han sufrido masacres de matriz yihadista.
Si París nos horroriza, recordemos Peshawar, donde no hace siquiera un mes las maestras fueron quemadas delante de sus alumnos, o la ofensiva de Boko Haram en Nigeria, que ha recibido muy poca cobertura en Occidente debido a su coincidencia con los hechos de Charlie Hebdo, pero que ha dejado sobre el terreno más de 2.000 víctimas, utilizando incluso a niñas kamikaze.
En diversos ámbitos musulmanes, hasta no hace mucho se solía recurrir a una retórica de rodeos para evitar hacer las cuentas con la inquietante realidad del radicalismo violento, presentando estas acciones como una respuesta, sin duda extrema pero en el fondo legítima, a una agresión previa. De ahí la idea, todavía muy difundida en algunos países, de que el islam está amenazado, por lo que el yihadista sería uno que resiste o de manera alternativa un agente provocado por el enemigo.
Sin embargo, estos intentos auto-absolutorios, que incluso han llegado a aparecer después de los últimos acontecimientos, resultan cada vez menos creíbles. En primer lugar, por la repetición de las masacres a un ritmo cada vez más continuado. Si bien es cierto que la violencia, una vez que estalla, tiende a reproducirse como un virus contagioso, podemos presumir lamentablemente que el fenómeno seguirá creciendo en intensidad, hasta llegar al paroxismo de una crisis; o, como ha dicho Ridwan al-Sayyid, como una enfermedad contagiosa, la del extremismo, que el IS y sus análogos hacen ya manifiesta. “La religión –señala lúcidamente el pensador libanés–, pensando que se realiza a sí misma (por esta vía), es absorbida por la lucha por el poder y se colapsa”. La globalización de la información hace el resto, reduce los puntos sombríos y arroja una luz despiadada sobre los hechos desnudos, al límite del espectáculo.
Sin embargo, el sentido profundo del dolor que hoy sufre el mundo musulmán probablemente no será comprensible si se olvida el contexto global en que ya está inserto, y de forma particular el enfrentamiento, inevitable, con el cristianismo. El abandono de la lógica de la violencia sagrada, que comenzó con el hecho de Cristo, llega hasta nuestro siglo, desde las guerras mundiales en adelante, con una claridad cristalina con el magisterio (basta pensar en las últimas intervenciones del Papa Francisco) y el testimonio desarmado de muchos mártires. No es irracional la hipótesis de que esta conciencia creciente empiece a plantearse, como provocación, también en otras tradiciones religiosas. Suscita un doble movimiento, de acogida y de rechazo. No puede dejar indiferente.
Por eso se puede prever que también en el mundo musulmán la polarización a favor o en contra de la violencia en nombre de Dios tenderá a acentuarse. La zona gris de la religiosidad arcaica se restringe y la decisión entre un auténtico sentido religioso y una fe reducida a ideología ya no se puede posponer más.